sábado, 9 de noviembre de 2019

Recuerdo de...

lgunas veces cuando voy de viaje suelo comprar algún digámosle recuerdo.
No acostumbro a comprar el típico souvenir, no es que tenga nada en contra de la industria del recuerdo local, sino que es la emoción, el interés o la sorpresa lo que me hacen adquirir estos objetos, sin que tengan ninguna conexión entre si, tan solo su presencia de extranjeros en mi casa. 
Tampoco los agrupo juntos como si fueran una colección, mi azar los sitúa guardados en un cajón o incluso a la vista.
Sucede que alguno que he olvidado aparece de pronto haciéndome evocar el lugar de donde procede y los días que pasé allí.
Compré el último en una ciudad del norte, lo encontré en una tienda un tanto inclasificable, donde  lo mismo venden un disfraz, que un cenicero gore, juguetes retro de lata, ropa y correas para perros o bebidas.
Esta tienda, una especie de bazar con estética de feria ambulante, ofrecía además alguna libreta  que en las tapas tenían un dibujo de una mujer barbuda o el de un tímido Gulliver vestido de negro. 
También exhibía una máquina con una cabeza parlante con un turbante hindú, que por un euro te leía el futuro, dándotelo incluso en un boleto de papel marrón. 
Vi mi objeto al lado de otros iguales a el en una estantería al fondo de la tienda. 
Durante los pasos que di hasta cogerlo, creí recordar que quizá alguien conocido tuvo uno igual.    Y en ese ahora supe que desde entonces secretamente deseé tener uno.
Lo cogí y al mirar por el, la realidad se fragmentó en centenares de facetas que se colorearon construyéndose, decontruyéndose, en universos de perspectivas ilimitadas, planas o en relieve por el giro de mi mano.
Me fui con el hasta una caja registradora vintage. La chica que atendía la tienda, no me miró al darme el precio, ni el cambio. Sin embargo recuerdo su piel muy blanca, el pelo castaño corto, la expresión ensimismada y la boca comprimida en una mueca de fastidio.
Antes de salir descubrí una de esas cajas que al abrirlas aparece un payaso que asusta.
Miré hacía el fondo de la tienda al decir un adiós que nadie contestó mientras lo guardaba en mi bolso.
Después lo saqué una vez y otra para mirar con el, edificios, las caras de la gente y hasta el mar. 
Ese anochecer fue tan claro que las estrellas parecían dar los destellos de un diamante gigantesco.  
Volví cogerlo y la luna en cuarto creciente brilló centuplicada por el, atravesando mi ojo que era como el poliédrico ojo de una araña mirando al mundo y la noche que constantemente mutaban. 

Al volver a casa lo dejé en una estantería, allí espera que alguien lo coja y mirándolo descubra su magia.