domingo, 2 de diciembre de 2018

La persistencia de la memoria

Odio a mi hermano, aborrezco a mi madre, mi padre me repugna, detesto mi nombre, no es mío, es de él. No tengo ojos, ni piel, no tengo nada, son suyos, juegan a ser yo, sin ser yo, siendo él.
Antes de comer, un saltamontes ha cruzado a saltos el jardín, corrí al verlo despavorido lleno de asco y pánico,  sin aliento hasta la playa desierta.
Escucho que me llaman desde muy lejos, no contesto y creo ser una niña que encuentra una caracola y levanta con su mano el velo del mar. Además veo transformarse a las rocas de la playa bajo el sol, en seres gigantescos que se mueven y avanzan hacia mí.
Alguien desconocido se me acerca y me habla pero no me atrevo a mirarle ni a contestarle, noto al correr una cortina de arena encubriendo mi huida.
Al volver a casa mi madre me abraza diciéndome al oído que mi hermano y yo somos como dos gotas de agua, no puedo soportar escucharlo otra vez más. 
Escupo a mi madre, pateo todo lo que voy encontrando, incluso al gato Babú que duerme la tarde plácido y feliz. Babú salta asustado y salto yo sobre la silla para subirme a la mesa donde rompo platos y vasos, salta además el agua como una  lengua líquida al hacerse añicos el cristal de la botella.  
Al bajarme de la mesa me corto los dedos, sangrando, sollozo por el miedo y el dolor.  
Aparece mi padre al escuchar tanto alboroto. Zarandeándome para que me calme, examina la herida, espera a que me la curen y entonces me da un bofetón que me deja ardiente la mejilla, pero aún más me queman los oídos al escucharle decir: Tu hermano jamás tendría este comportamiento, vete a la cama.
Luego advierte a todas las mujeres de la casa incluidas mi madre y mi hermana pequeña que no pueden darme comida, ni entrar en mi habitación, ni dejarme salir hasta que él lo autorice. 
Me tumbo en la cama, cierro los ojos, los vuelvo abrir, oscurece y me parece ver hormigas que salen de mi mano para desfilar por la pared. Tengo que quedarme muy quieto solo así desaparecerán. Cuando ya no se oyen ruidos, intento salir, nadie de la casa sabe que por las noches les espío, incluso por el día si consigo pasar desapercibido. El verles sin que me vean me inunda de placer.
Forcejeo suavemente con el pomo, la puerta está cerrada con llave, percibo su frío dorado y lo acaricio.
Lloro frustrado al volver a la cama y como tantas noches para poder dormir me imagino dentro de un ataúd, muerto.
He soñado que los relojes eran blandos y la memoria dura, que una muchacha en una habitación vacía miraba por la ventana, el mar.  
Sueño que estoy loco, que siempre tengo miedo, sigo soñando y ahora, recuerdo lo que todos olvidan:  mi hermano murió siete años antes de mi nacimiento.

Cuando amanece despierto habiéndolo matado por fin, nada, nadie podrá resucitarle nunca más, desde este instante seré eternamente el único Salvador Dalí.




miércoles, 12 de septiembre de 2018

Soneto blanco para Frida

Con lágrimas o risas 
de ti me acuerdo 
¿Dónde estás tú, de mí te acuerdas? 
 Tú esperándome en la muerte
y yo en la vida.
¿Otra frontera  no habrá dónde encontrarnos?
Solo    me quedan cuatro palabras       solas
para echarte de menos
escúchalas
desfilan más amor
pero el tuyo me corona 

con una guirnalda dulce y sin queja.

domingo, 19 de agosto de 2018

Crónica en invierno


Mañana 

Escucho dar vueltas a la llave con el miedo y la ansiedad de una loca esperanza. 
Si tuviera un corazón galoparía como un rocín; lo de rocín es un termino literario demodé, lo sé, pero es que durante ciento diez años he sido, soy aún, una tienda de libros. 
Elena entra y mira su Troya, así me llamo.
Giras al contemplarme y confirmas una despedida, ya no hay duda.
Si pudiera llorar lo haría contigo ahora y te consolaría diciéndole que has resistido todo lo que has podido, pese a las franquicias, los libros digitales, la crisis. 
La oportunidad te ha surgido y no es para no pensárselo, un trabajo bien remunerado en un periódico de América, del que no recuerdo el nombre, el no recordarlo me importa tres bledos o una mierda. 
Necesito desahogar, me ahogo y no puedo ni quiero disimular mi rabia. Si pudiera arrojaría los libros fuera de las baldas con furia de poltergeist.
Pero solo soy palabras que la nada escucha. 

Lloras Elena, sollozas sí, pero te vas, te rindes y de mí dará cuenta el olvido.
Alguien te llama al móvil, te serenas diciéndole que vas donar todos mis libros y discos a una biblioteca cercana, vendrán dentro de unos días a por todo. 
En un guardamuebles arrojarás, el retrato de Kafka, el de Frida, a Mafalda, el capitán Ahab y la cola de la ballena blanca, lo nuevo y lo viejo que me ha adornado y acompañado más de un siglo. 
Salvo el pequeño caballo de Troya de madera que tiene un libro dentro, a el te lo llevas, será el recuerdo de algo amado que no se deja morir del todo. 
Cuando cuelgas acaricias el mostrador, luego tus dedos resbalan por el frío de la columna de fundición que sostiene el techo y te abrazas a ella igual a alguien que se agarra a un mástil tratando de mantenerse a flote antes de hundirse en la vorágine de la tempestad.

Noto que sufres tanto, no es que no me importe, pero agonizó y comprende que cuando te marches y se lo lleven todo, ignoro que destino correrá mi resurrección. 
Imagina si deciden reabrirme como un local más de una cadena de panaderías, un chino o una franquicia de perfumes caros. 
No, no soy racista, ni clasista, o sí, soy una snob, pero eso ya qué importa. 
Adiós Elena, vete ya muchacha, sabes que algo de mí irá contigo siempre.

Un haz de luz entra por el escaparate tan intenso como un incendio. 
Troya arde otra vez piensa Elena, al cerrar la puerta, su mano tiembla.


Hoy

Entro y le busco, la librería llena de gente, aún así mi abuelo me ve.
Al cruzar nuestras miradas se suspende tiempo y espacio, todo parece detenerse en una pequeña eternidad que también nos mira, hasta que un cliente le pide: El amor en los tiempos del cólera de García Márquez, recién editado. Sin esperar otro cliente le pregunta por: Una habitación propia de Virginia Wolf. Vende los dos y le ayudo a envolverlos mientras alguien se interesa por un disco de Miles Davis. 
Desde hace un rato un chico con una cresta azul de pelo punk curiosea entre los discos. 
Al verme se aproxima, va a pedirme un disco de La Polla Records apuesto conmigo misma. Pierdo la apuesta porque me pide un libro de poesía.
Lo busco, lo encuentro, lo toma, lo ojea y lee en voz alta el final de un verso.
Al recitar una voz tan intensa vibra tanto que que cuando termina su tono aún se mantiene en el silencio, hasta que el chico habla de nuevo para decir que se lleva el libro. 
Aquí tienes. Le digo al darle el cambio y su paquete.
¿Cómo te llamas? Al preguntarme frunce el entrecejo.
Ofelia y sí es por Rimbaud. Le respondo subiendo las cejas.
¿Sueles leer el pensamiento y adelantarte a la próxima pregunta? Sonríe seguro después de preguntar.
 Pero en ese momento nos quedamos los tres solos en la librería, el chico punk se va sin esperar la respuesta, diciendo un:  -Nos vemos tía-  Agitando sus orejas llenas de imperdibles, como si de pronto se hubiera recuperado de un trance.
Entonces Aquiles da la vuelta al cartel de cerrado.
¿Te has cansado de la postmodernidad? Me pregunta.
Me echo reír triste y aliviada por la ironía, que ha hecho fácil este reencuentro tan difícil.
Hace tres años me fui de casa después de una tremenda discusión. Desaparecí en las drogas, el sexo y el rock and roll de la movida. 
Estoy embarazada. Contesto y continuo dispuesta a suplicar y las palabras que salen duelen y  queman cuando preguntan: ¿Podría volver?  Se que pedir perdón suena estúpido y vacío. Has sido mi…
Su dedo enjuto sobre los labios me hace callar y me estrecha con uno de los pocos abrazos que me dio en su vida. 
Después me zarandea suavemente como si quisiera cerciorarse de que soy real. 
Y sólo pregunta:¿Tu salud es buena? ¿Tu hijo tendrá padre?
Es niña, se llamará Elena, nacerá en Febrero. Sí y no, solo me tendrá a mí. 
Ahora nos vamos a comer los tres a la taberna y después nos vamos a casa, planea alegre como un chiquillo.
Entonces la pena me clava diminutos alfileres por la mi huida de estos años, en que  
 fui una equilibrista sin red sorteando bordes al abismo y sobre todo por una absurda rebeldía que añadió más años y arrugas a los ojos marinos de Aquiles.
Caminamos por la callejuela y  en las paredes están recién pegados carteles electorales del PSOE, UCD, PC y AP. 
La única patria que nos queda son los libros y el amor. Les dice Aquiles con desdén a las fotos de los carteles.
 Y yo vuelvo a sentirme ligera, sin peso, caminando otra vez a su lado. 


Ayer

Recuerdo la tarde que estalló la guerra acaba de cerrar la librería, sacar unos vasos para nuestra tertulia adicta al tabaco, el anís, el café, la literatura y la subversión.
Este país está dominado por la estupidez, la religión y la ignorancia. Los ojos de Rafael brillaban al sentenciar.
Te olvidas de la envidia. Recordó Daniel. 
Y de las apariencias y la costumbre. Apostilló Carlos.
Alberto que acababa entrar dijo: Este país por quien está dominado ahora es por los militares, me acabo de enterar que ha habido un golpe de estado en Marruecos liderado por un tal general Franco.
Todos nos miramos con estupor. 
¿Aquiles has cerrado la puerta? me preguntó Rafael con recelo.
Asentí mientras Daniel trató de tranquilizarnos diciendo que sería una revuelta que en pocas horas Hazaña resolvería.
Fue la última vez que estuvimos todos juntos. 
Después de aquel día se inició un periodo demencial que se entronizó con hedor a pólvora, hambre, miedo, revancha y cadáveres sembrados o formando torres desiguales y sangrientas contra el cielo, sobre los que se descargaba lluvia y más bombas mientras las sirenas llamaban a los refugios que rezumaban tierra y polvo. 
Me alisté en el bando rojo que me destinó a conductor de ambulancia y camillero en el frente recogiendo heridos, agonizantes o muertos hasta que una bala perdida me encontró entrándome un poco más arriba del talón donde era vulnerable mi tocayo mitológico. El disparo me dejó cojo y me liberó para volver a casa.

Irene y Ulises me esperaban, mi única obsesión desde entonces fue conseguir que los tres sobreviviéramos. A veces en los refugios alumbrados tan solo por la luz intermitente de una bombilla, esperábamos a que cesaran el ataque de los cóndor, temiendo siempre que la luz se apagara y una eterna oscuridad acabara por enseñorearse de todo.
En el refugio mi hijo mordía un pañuelo con tal pavor que lo hacía jirones entre los brazos de su madre con  el pánico abriéndole desmesurados los ojos. Su madre y yo los cerrábamos con fuerza como si así pudiéramos hacer desaparecer las descargas de las bombas.
Una mañana de abril a Irene la mataron en la calle de improviso con otra nueva andanada que hizo añicos su dulzura y su carne hecha por el sol sepultándola entre escombros cerca de nuestra casa.
Mi hijo la llamaba día y noche y yo era incapaz de mostrar pena, consuelo o cordura.
Los dos vagamos por la calle derruida como dos autómatas andrajosos, míseros y grises.
Mi chiquillo clamando en voz alta por su madre y yo a susurros por la mía como si cualquiera de las dos pudiera volver para salvarnos. 
Fue Daniel quien lo hizo, nos encontró y nos llevó en un carro tirado por una mula macilenta hasta su pueblo.  
Un pueblo ajeno a la guerra y al tiempo, erguido y entero entre sus calles de barro cocido y sus techos de color rojo inglés. 
Quien primero salió a recibirnos fue el viento, después quizá por el ruido quejumbroso de nuestra carreta, la madre de Daniel y sus tías se asomaron para esperarnos en la entrada de la casa pintada de un verde deslucido.
Entre sus manos volvimos a la vida. Todas eran bordadoras, todavía me parece verlas cerca de la claridad del ventanal, dejando puntada tras puntada en los bastidores no solo con seda, sino también pareciera que hilo de luz,  sobre sábanas, faldones de bautizo, vestidos de novia y sudarios.
Después de unos meses Daniel yo regresamos a la ciudad, Ulises se quedó con ellas. 
A los pocos días de nuestra vuelta, la guerra finalizó, pero no terminó el hambre ni el miedo y si comenzó otro reinado del terror con sus ajustes de cuentas y posguerra.

Volví a mi tienda de libros en medio de las ruinas y dormía sobre un colchón destripado en el sótano esperando… no sé. Sí sé…un milagro. 
El milagro de que Irene volviera de la muerte y resucitada del olvido nos entregáramos al deseo, al amor y paseáramos después por todas las calles luminosas y en las calles de la noche volviéramos a tener veinte años y la vida entera por delante.

Lo único que volvió una de esas noches fueron unos golpes casi imperceptibles en la puerta.
Al abrir, Rafael estaba en el umbral. Me pidió refugió por unos días porque le andaban buscando. Se negó a contarme en qué andaba metido, por qué le perseguían. Lo justificó con que era mejor que no supiera nada. Tampoco insistí, solo hablamos del pasado y de Irene, Rafael era su hermano.
Otra noche un desconocido vino a buscarle, se fue con él, desapareció, se volatilizó y nunca supimos dónde estaba, qué le ocurrió. A pesar de que tratamos de buscarle tantas veces,Rafael jamás volvió ni de entre los vivos, ni de entre los muertos.
Alberto murió exiliado en una playa de Francia, ni siquiera pudimos repatriar sus restos.

A quien tengo enterrado en el sótano de la librería es al hermano de Carlos.
Fui yo quien le maté. 

Entró un octubre en la librería simulando preocupación y me preguntó por todos.
Cuando le di evasivas  fue claro y torvo al interrogar  dónde estaba de su hermano.
Andrés era un personaje celoso y cobarde que esperaba al entregar a su hermano mayor que la fortuna en el extranjero y el título de su familia fueran para él.
Suponía que yo sabría donde estaba escondido. 
Tenía razón lo sabía y además sabía que estaba a punto de salir de España. 
Le dije que hacía años que no veía a su hermano. Andrés se echó a reír con una carcajada siniestra. 
Eres una basura. Le dije. 
Entonces me agarró de la ropa y me puso una pistola en la boca susurrando que Ulises no era mi hijo, que era de Carlos. 
Tu mujer era una puta que se acostó con mi hermano. 
Le di una patada y forcejeamos,  cogí la pistola y le disparé.
Le sostuve mientras caía, cuando agonizaba le dije al oído algo que desconocía: Carlos es homosexual.
Su última mirada fue de sorpresa y odio, después su boca se relajó con la muerte y un mechón de cabellos revueltos le hacieron parecer muy joven e ingenuo.
Sobre el suelo polvoriento vomité todo mi asco por la guerra, por la vida y sobre todo por mi mismo. Salí a la calle con la ropa y las manos cubiertas de sangre igual a un Caín repudiado por su Dios. Grité sin voz tratando quebrar esa noche tan oscura.  

Al entrar cargue con Andrés hasta el sótano donde había algunos boquetes hechos por las bombas. En uno de ellos le metí y le enterré.
A día de hoy y después incluso de mi muerte jamás nadie supo que Andrés está allí. 
Cuando trataba de atravesar la frontera, Carlos murió abatido por los disparos de una patrulla que vigilaba el paso a Francia.

Andrés fue un fantasma tranquilo, nunca se manifestó, ni me atormentó. 
A mí favor hubo una conjura, la del olvido, para que nadie se acordara ni se vengara de mí.

Con algún dinero prestado traté de reabrir la librería esperando que volviera tener parte de aquel esplendor original con que mis padres la fundaron. 
Retornó Ulises para crecer largo y delgado. Volvimos a nuestra antigua casa, fuera de ella trataba de aplacar la soledad en otros cuerpos. Mentiría si dijera que no encontré más el brillante restallido del amor,  aunque dejé que se fuera, tuve miedo o lo tuvo ella. 
Supongo que fueron las circunstancias. ¿No se dice siempre eso cuando queremos justificarnos de algo que no hemos hecho por temor, conveniencia o cobardía?

Ulises se convirtió en un gigante rubio cuando entraban de lleno los sesenta.
Una tarde que no estaba, una chica morena con el pelo muy negro y largo curioseaba entre los libros. 
Me fijé en ella mientras atendía a los clientes. Noté que también me miraba estudiándome. 
Esperó a que todos los compradores se fueran y me preguntó si tenía una edición ilustrada de la Divida Comedia. Le respondí que tenía una ilustrada por Gustave Doré y se la mostré.  
De cerca asomaba una personalidad y una belleza inquietante, una mezcla perversa e inocente.
Su mirada maravillada confirmó al ojear el libro que iba a quedarse con el. 
También se quedó con mi hijo. Pronto supe que si quería conservar a Ulises debía no interponerme en su camino.
Aunque traté de que Beatriz, cálida y estremecedora, porque aquella muchacha era una constante mezcla de opuestos, me viera como su familia, no lo conseguí. Percibía su odio contenido aunque lo disimulaba, a veces tan bien que me engañé pensando que al fin había entrado en su misterioso corazón.
El día antes de la boda me dijeron que se irían a vivir a Paris porque les habían ofrecido trabajo. Pensé en que Ulises se iba y deseé desesperadamente ser el Homero que escribiera otro argumento a nuestra odisea.
Una rebelde resignación me enseñó a esperar que volvieran.
No regresaron ninguno de los dos, fue otra atroz tragedia cuando ambos murieron en aquel accidente. 
Su hija, se quedó conmigo.
Ofelia y su primavera, salvaron de nuevo a este viejo troyano, hijo de los mares de papel, del desconsuelo y la amargura.







viernes, 29 de junio de 2018

Microrrelatos-II



Vino nuevo

Quedaron en reunirse como de costumbre el viernes en el café Voltaire.
Algunos llegaron puntuales, en el reservado el poeta costumbrista pidió comida.
Como otros se retrasan, el poeta maldito pidió vino, llegaron todos y brindaron prometiendo amistad eterna.  La comida se retrasa el poeta surrealista propone
 jugar al cadáver exquisito. Al primero que matan y devoran es al poeta con éxito.



Caridad
 Solo le queda esa palabra por empeñar en el monte de piedad.



Mea culpa

Desde que nació, Sor Respeto la abadesa, impuso intramuros un pacto de silencio sobre el origen del niño. Para el resto del mundo sería un huérfano abandonado en las puertas del convento. Para evitar el apego sor Casquivana después de amamantarlo, renunció a ser su madre. Aunque sor Decencia o sor Honra o sor Hipócrita con una reprimida repulsión cumplían con el pacto, le aborrecían aún más cuando el padre Lascivia le sonreía haciéndole carantoñas.
Meses después, un miércoles de adviento, apareció un cachorro que se convirtió en la sombra del niño cuando aprendía andar vacilante por el atrio.
Cosía sor Primor camisolas blancas, cortos pantalones para ese ángel conquistador balbuceando sus primeras palabras.
El tendero del pueblo lo vio casualmente en el convento, extrañado del parecido con el cura lo comenta en la aldea. 
Los pueblerinos trataron de sonsacar a sor Acelga, que nerviosa dio explicaciones vagas. Las murmuraciones corrían crecíendo a extramuros. 
¿Qué vamos hacer madre? preguntó sor Cautela.
Mantener la misma historia incluso ante el Arzobispo. Respondió Sor Respeto, advirtiendo a las monjas que temerosas se habían congregado en el refectorio. 
Si se descubre sería el fin de nuestra orden. Sentenció sor Codicia.
Dias después reían niño y cachorro persiguiendo los haces de colores que entraban por el emplomado de las vidrieras. 
Algunas sospecharon de sor Cilicio, otras de sor Hipócrita, otras de la superiora e incluso del padre Lascivia cuando el niño apareció desnucado. 
Sobre las baldosas de la sacristía al pequeño difunto no pudieron cerrarle los ojos.
Un grito, aullidos, llantos aunque con un secreto alivio le amortajaron. 
La comitiva de monjas enlutadas formaban el cortejo fúnebre hasta el segundo atrio donde levantaron la enorme losa entre todas.
Debajo de ella, le dejaron rodeado por minúsculos cadáveres, esqueletos algunos, polvo otros, leves como la brisa y el olvido.


Mateo 5:18

Los ojos de pronto se le extraviaron igual a los de un camaleón, cada uno con visión propia. 
El derecho veía mundos oníricos y cósmicos, el izquierdo universos dantescos y caóticos, constantemente. Acudió al médico que atónito le diagnosticó sin cura, recetándole gafas oscuras  para evitar abrir los ojos. Pero le resultaba imposible, instintivamente los abría.
Una tarde agotado y desesperado se sentó en un parque donde un predicador callejero en voz alta leía en la biblia, el salmo: Si tus ojos te escandalizan arráncatelos. 
Se los sacó de cuajo, al salir del hospital vivía en paz en un mundo de tinieblas hasta que comenzaron de nuevo las videncias.


 Decúbito supino

Sentí como un mareo, parece disiparse, me caigo, intento pedir socorro sin resultado.
Alguien me golpea el pecho, un, dos tres, respiro. Me duele el brazo izquierdo tumbado en la ambulancia, escucho decir: Está en coma, después de una máquina un pitido regular.
Me encuentro tan bien que intento levantarme de la camilla, me lo impiden las correas, el corazón toc toc toc  galopa, ya vendrán, me tranquilizo mirando la luz del techo.
Creo que me he dormido, tengo frío, estoy desnudo y no puedo moverme,hasta que escucho: Está preparado para la autopsia, mientras un bisturí me abre de la garganta al pubis. 


Pira

Cuando abrió los ojos no quedaba nada, por fin las vertiginosas columnas de humo han desaparecido y aparecen cadáveres de centenarios robles, jóvenes chopos y animales que asoman entre la tierra renegrida o flotan en el río colmado de ceniza. Todavía lleva el uniforme de bombero, mirando esa desolación del bosque que encoge las paredes de su estómago y que exhala de su boca casi inaudible, un suspiro de éxtasis, cierra los ojos, entonces recuerda cuando horas antes tiró la rama encendida.



Diario

21 de diciembre nieva. 
La nevada del 22 se ha hecho tan espesa que con bufanda, sombrero y zanahoria hace un muñeco de nieve una niña llamada Mary. 
Esa noche la tormenta trae un rayo que cae sobre el pecho del muñeco. 
Diciembre 23 
ya es de día cuando Mary se da cuenta que el muñeco se ha movido acercándose a su casa.  Sus dedos de niña tocan el fogonazo negro  con que el rayo le ha marcado.
La luna sale el 24 desde la ventana Mary lo vigila protectora hasta que un sueño la rinde.
25 Navidad. 
La criatura de nieve aparece destrozada a patadas, entre el sombrero y la zanahoria, Mary encuentra minúsculas gotas de sangre.





domingo, 13 de mayo de 2018

Eclipse


En la tierra sombra de mi tela
ni cae la noche ni se levanta el día
¿Acertijo?

 No, luz cerrando a medias los párpados 

miércoles, 28 de marzo de 2018

Maris


En el oscuro cielo vibró el rojo de los motores de la nave que despega con rumbo a la Estación Espacial Internacional a 400 kilómetros de altura de la tierra. 
Quien la tripula es la aeronauta Kelly Scott, cuya misión será el estudio y repercusión de la ingravidez y la soledad sobre el cuerpo y la mente humana. 
Kelly fue elegida junto con otros tres astronautas, para viajar por primera vez hasta Marte. Si rebasa esta última prueba de entrenamiento será la única candidata, ya que sus compañeros no las superaron. 
Mientras la nave se eleva y eleva, Kelly recuerda que no puede recordar cuando comenzó su fascinación por el vuelo.
Fue una niña que espiaba envidiando las aves y leía cuentos sobre un niño que quería volar hasta el sol con unas alas de cera.  
Con su amigo Paul inventó mil maneras de intentarlo, desde el granero, un árbol o un montón de heno. Los dos podrían exhibir unas cuantas cicatrices de aquellas aventuras de aire. 
Cuando cumplieron quince años lo que había sido hasta entonces una deliciosa e inquebrantable  complicidad se convirtió en una relación compleja llamada deseo y amor. Según fue pasando la adolescencia, su convivencia de juventud se transformó en una rutina que los agobiaba en ocasiones, por ello los dos echaron de menos aquellos saltos sin red de la infancia.
La solución vino sola, dos profesiones distintas que les separaban durante periodos cortos o largos de tiempo. Como ocurría ahora mismo, Kelly tendría que estar completamente sola en la Estación Espacial durante todo un año. 
¿Podré soportarlo? se pregunta en voz alta y a partir de ese momento cualquier pensamiento que tiene toma viva voz.
Le gusta la soledad pero también necesita de vez en cuando compañía, aunque había conocido y sufrido la peor de las soledades, la de sentirse incomprendida. 
El primer mes todo en la estación transcurre sin novedad. Al tomar contacto con la tierra Kelly relata como se siente tanto física como emocionalmente, enviándoles análisis. 
Uno de sus temores es que mientras se encuentre aislada en la estación, le ocurra alguna desgracia a su familia, sin que ella esté allí para ayudarles. 
Un reparto de tareas disciplinado hace que el tiempo transcurra rápido. Esta semana come una verdura cultivada en el espacio. 
Para el ocio improvisa, lee cómics, novelas, escucha música, estudia japonés o hace punto. Pese a la ingravidez intenta bailar o practicar yoga. 
Alguna vez entra en una especie de letargo por el que dormita levitando durante todo el día. 
Desde la Nasa observan que la microgravedad disminuye los reflejos, debilita el sistema muscular  pero acelera un proceso de rejuvenecimiento. 
El segundo mes está transcurriendo como el primero, aunque las novedades son dos. 
Una; las impresionantes fotos de la tierra que Kelly les envía y la segunda; las nuevas sobre su salud a causa de esos mareos matutinos y vómitos. El diagnóstico de la NASA será demoledor, está embarazada. 
Imposible grita Kelly. Me hicieron todo tipo de exámenes físicos antes del embarque. 
No pienso renunciar por un fallo de los anticonceptivos. Tendré el bebé aquí, cuando complete el año volveremos los dos. En la Estación hay comida, medicamentos e instrumental médico, el cual si es preciso sé como utilizar, para aguantar un tiempo indefinido.
Paul y la Nasa tratan de disuadirla pero Kelly mantiene irreductible su decisión. Deciden no insistir e intentar persuadirla más adelante, esperando que el paso de unos días la haga recapacitar y que desee volver enseguida.
En el tercer mes consigue cultivar una flor roja, sin espinas, de un olor sutil y misterioso, a la que bautiza Icaria. Cuando intenta hablar con la Nasa para contarlo, la comunicación resulta fallida. No se preocupa y piensa en nombres para su hija, está segura de que será una niña. Se decide por Estela porque significa estrella de la mañana.
Al intentar otra vez contactar, vuelve a resultar imposible. Repasa cualquier error técnico que pudiera haberse producido sin encontrarlo. No tiene otra opción que esperar a que la comunicación se restablezca y recuerda que el mundo está habitado por siete mil millones de personas, recuerda también que hace días que no ha tomado fotos de la tierra.
Al hacerlas se queda petrificada con un gesto de terror congelado en la boca. 

El planeta tierra es más azul que nunca, los continentes han desparecido de su faz anegados por las aguas.

viernes, 26 de enero de 2018

Microrrelatos-1


Bonsai

Estaba disfrutando apretando con el alambre la rama.
De pronto la rama creció y creció, inmovilizó las manos arrebatándole el alambre.
Apretó los dedos hasta que se hundieron en la carne y sangraron, subió por los brazos 
las piernas  y la cabeza dándole forma de rigor mortis.




Noche de autos 

Aquella noche estaba radiante, feliz, acaban de ascenderme. Laura había dicho que sí por fin a la cita. Un golpe en el maletero, bajé la ventanilla, le pedí calma, pero él vociferaba y yo insistía que había llegado antes. Fue esa palabra que dijo, entonces cogí la llave inglesa, le golpeé una y otra vez hasta que su cerebro se desparramó bajo la farola, señor comisario.




Estricnina

No soporto más caricias de sus dedos grasientos, ni frasecitas tipo: 
¿Quién es el bebé de su tiíta? o ¿Por qué no te pones mi regalo? 
Yo le preparé a la tía el té, mamá. 
Tres cucharadas de azúcar, dos de veneno y una sonrisa de angelote llevando la bandeja.
Sorbe, traga, hipea, eructa. ¡Delicioso, el mejor que he tomado nunca!
Espero expectante y nada, seguramente le hará efecto mañana.
Pongo la tele para distraerme de la apestosa charla de la tía, aunque vigilo cualquier cambio. El programa trata sobre quien podría sobrevivir mejor a los insecticidas, el veneno e incluso a una debacle nuclear. La tarde siguiente vuelve otra vez a tomar el té, la reina sobreviviente de las ratas.