domingo, 9 de febrero de 2020

A manos llenas



El rasgar de las cabezas de las agujas dando el mediodía que a modo de reloj de estación penden sobre la puerta giratoria del café Lisboa, pasan inaudibles en medio del concierto sonoro y dispar que ejecutan los pasos de la gente, el chocar constante de la loza de platos y tazas al ser colocados limpios y listos para ser usados, sumándose el tono mesurado o estridente de las conversaciones de los clientes al compás de la música ambiental del que sobresale algún acorde junto con el tintineo cobrizo de los treinta y tres céntimos que el hombre de la mesa más próxima a la mía, deja de propina al irse. 

No les vi venir, porque al sentarme me distraje mirando al perrito de otra mesa más lejana, que juega deshaciendo el papel de una servilleta arrugada, mientras ajeno al destrozo, su amigo mira el móvil y escribe wassaps. 

Cuando veo a la pareja de ancianos ya están sentados uno al al lado del otro en esa mesa cercana a la mía.
El camarero del chaleco verdoso viene con la bandeja reluciente y la sonrisa cortés. 
El anciano pide el periódico y dos cafés con leche a los que se suma otro que pido yo. 
Alguien corre al entrar en el Lisboa, le persigo con la mirada hasta que se difumina confundido entre las mesas distantes. 
El camarero me sirve, luego a ellos. 

Mi atención se va hacia el recién servido café, primero hundo la cucharilla  deshaciendo la espuma cremosa que encumbra al liquido aromático, esto hace abrirse un agujero por donde vierto el azúcar que poco a poco es engullido por ese pequeño ojo de huracán, entonces revuelvo aún más el torbellino, después lo dejo reposar antes beberlo. 
Mientras espero veo que los ancianos ya se han tomado sus cafés.

Él abre el periódico y lee, mostrándome una escena cotidiana que se repite casi en cualquier momento, casi en cualquier sitio. 
Nunca se debería dar nada por sentado porque lo habitual de pronto toma un derrotero inusual.  
La anciana extiende una de sus manos dejándola abierta la palma sobre el mármol de la mesa. 
El anciano comienza a escribirle una tras otra letras sobre la palma. Entonces caigo en  cuenta que la mujer es ciega y sorda. 
Les sigo observando sin ser observada porque inmersos en ellos mismos parecen abstraídos del espacio y de la gente. 
Todos los sucesos del mundo caben en su mano vacía, pienso, mientras sigo mirando fascinada sin ningún atisbo de culpa por mi intromisión visual mientras el viejo le sigue escribiendo. 
Una e, ahora una ese, una t y poco a poco las letras formar frases que acabo leyendo al unísono que ella. Hasta que él cierra el periódico porque van a irse, pero antes ella le busca su mano, él la abre y ella escribe despacio, leyendo también yo las dos palabras que lentamente gritan: Te odio.
Les veo irse, afable él la toma de la mano, ella sombría se la suelta con un respingo, aunque unos instantes después la anciana vuelve a buscársela con la premura de quien se agarra en medio de la tempestad a una podrida tabla de salvación.