viernes, 30 de octubre de 2020

Aprendiz de bruja


Mamá, en qué vas a trabajar ahora?- pregunta la niña cuando se acuesta.

Trabajaré como bruja.-bromeó la madre para no preocuparla.

Papá dice que todas las mujeres son unas brujas.-responde la hija bostezando.

Bueno nena, los hombres suelen decir eso de nosotras. 


Pero la niña apenas lo escucha porque se ha dormido mientras su madre la arropa.

Abajo la luz proyectada por la televisión no impide que la claridad irradiada por el plenilunio traspase cristales y visillos convertida en un encaje helado y azul inundando la pared de la sala.

La madre apaga el televisor y recoge las mantas del sofá pensando en su niña dormida y en que los hijos suelen tratar de imitar a los padres aunque debería ocurrir lo contrario, los padres tendrían que emular a sus hijos y en cómo y cuándo se pierde la clarividencia de la de infancia.


Al subir de nuevo la escalera el reloj de péndulo da campanadas de medianoche.

La madre piensa divertida que es ya la hora de aquelarres. 

Sube a dormir pero la luz de afuera parece intensificarse aún más frente a la pared del ventanal.

Atraída por ella baja y aparta el visillo contemplando atónita la silueta de alguien montado en la escoba de raíces que utiliza para barrer la hojarasca del otoño al jardín. 


Quien vuela a contraluz de la luna es su hija con una sonrisa mínima y vieja.


  

 

miércoles, 26 de agosto de 2020

Aire



Lo descubro en el fondo de la sala, aunque le rodean otras obras, mi ojos aún distantes se ven atrapados por su penumbra y los puntos de luz que dispersos iluminan detalles en los rostros y ropajes de la escena.
El tiempo estático del enorme cuadro impregnando mis pupilas que suavemente traza la perspectiva de su atmósfera hasta fugarse en ese contraluz lejano de la puerta por donde por último, aparece y se recorta el gentilhombre casi desdibujado. 
Mis pies se mueven y aproximan tan hipnóticos como mi vista que se encuentran con los ojos pintados de una enana, los de una niñita vestida de plata y sombríos, los de un pintor con la paleta, el pincel, el tiento en las manos y una cruz roja sobre el oscuro atavío del pecho.
Sigo caminando sometida a una voluntad que no es mía internándome ya dentro del cuadro. 
Al parpadear en ese instante desaparecen los once personajes pintados incluso hasta el mastín que dormitaba molestado por el niño enano malicioso del pelo largo. 
En el espejo tampoco la pareja real difusa se refleja. 
Estoy en medio de la soledad de esa estancia y descubro el secreto del gran lienzo que únicamente era visible para Velázquez.
Entonces tomo la paleta, pincel y tiento que ahora aguardan al lado del caballete y comienzo a pintar a los que del otro lado del marco miran absortos y embrujados el aire detenido y palpitante del cuadro. 





jueves, 25 de junio de 2020

Última voluntad

Al abrir los ojos de pronto Felipe estaba en un ascensor que bajaba de forma trepidante. 
-¿Dónde estoy? ¿A dónde voy ? ¿Aún estoy vivo?- se pregunta sobresaltado y sudoroso por el calor sofocante tras intentar de secarse la frente con su mano, ve que la piel del dorso es de nuevo joven. 
No tiene tiempo de preguntarse nada más ni alegrarse o asustarse de su recobraba juventud porque el estruendo del ascensor al detenerse es comparable a otra oleada de calor que los aplasta al abrirse las puertas, entonces se percata de que la cabina está repleta de gente desconocida en pie y en cueros como él. 
Alguien o algo desconocido los insta a salir en orden y en fila, desconcertados parecen estar sometidos a una voluntad imperativa, omnisciente e invisible.
Es imposible ver quién o quiénes van recitando nombres en esa antesala en penumbra. 
Uno a uno de la multitud que lo rodea van contestando al nombrarles, al mismo tiempo  se van subiendo a otros ascensores que aparecen y desaparecen. 
Felipe observa que donde se encuentra no es un inmenso sótano ni tampoco una cueva, aunque parezca estar hecho de piedra cuya fosforescencia ardiente se trasparenta en ocasiones por sus paredes.
Al final le han llamado a todos excepto a él.   
Ahora puede ver a quién los ha estado nombrando, un ser bajito con unos cuernos de carnero, ojillos separados y maleficentes, boca cínica y carnosa. 
También desnudo, una cola terminada en punta de flecha se agita tras él, mientras que desgarbadas las piernas se rematan en pezuñas de camello. Tras su espalda se extienden y contraen unas alas de gárgola diminutas y raídas.
-¿Aún no te he nombrado? Qué raro. Cómo te llamas, di rápido que no tengo toda la eternidad para perderla contigo.  
Su lengua bífida al terminar de hablar chasquea entre si como un látigo.
-Me llamo Felipe Suárez García y hasta hace unas horas estaba en una cama del hospital Central. 
Una de las manos del demonio con uñas largas, curvadas y afiladas le detuvo para que se callara,  Felipe lo hizo por cansancio más que por miedo debido sobretodo al bochorno que en ese momento subió de intensidad secándole la boca y agrietándole la lengua.
El ser demoniaco sacó un móvil de antigua generación y llamó a un número oculto. 
Habló un rato y al colgar le informó.
-No apareces por ningún sitio, la multitud que viste son la remesa de muertos de ayer y hoy.
-Por favor un poco de agua- ruega Felipe preguntándose si no será todo una pesadilla y va despertarse ya mismo.
-Esto es un averno antesala y yo su diablo recepcionista. De agua nada aquí pasarás sed eterna. 
El móvil vuelve a sonar con un ruido taladrador. 
El diablillo mira a Felipe al mismo tiempo que habla con el limbo donde tampoco parecen saber nada de él. 
Felipe intenta sentarse pero sus piernas se niegan a doblarse. 
El demonio que ya había colgado de nuevo sonríe con malicia y le advierte: 
-Basta que quieras sentarte para que no puedas, cuando en el infierno desees algo sucederá exactamente lo contrario a tu deseo.
-¿Hay alguien de mi familia o un amigo que esté aquí? pregunta desesperado Felipe.
-No estoy autorizado para darte ninguna información, pero te adelantaré algo, en el averno nadie conoce a nadie.
Un agujero de fuego inmenso apareció de pronto en suelo. El diablo le tira a Felipe una pala para que lo tape. 
Sería imposible medir cuánto tiempo y cuánta tierra estuvo arrojando al hoyo.
Para aliviar la horrible sed que siente, quiere llorar y beber sus lágrimas pero su cuerpo que hasta entonces estaba cubierto de sudoración, se seca tanto que una llaga aparece en su hombro sin que  supure ni una gota de sangre pero que duele de una forma endemoniada.
Una canción de infancia, tal vez una que su madre le cantaba se abre en su memoria acudiendo a darle fuerzas y consuelo mientras palea tierra. 
De pronto no consigue recordar ni una estrofa. 
El pequeño belcebú mientras le mira aburrido, sentencia: 
-Tu memoria tampoco es tuya, será manipulada para atormentarte. 
La antesala abrió una inmensa compuerta, estridente una sirena de fabrica atruena llamando al fin de turno a los nuevos y los viejos prisioneros incontables de este infierno cuando Felipe echa la última palada de tierra y un olor nauseabundo ondea por el aire. 
No debería estar aquí comenzó a decir aunque enmudece por el gesto de cansancio y tedio del ajado maligno. 
-He oído muchas veces lo mismo si vuelves abrir la boca y me fastidias con perogrulladas te pasara esto. 
Entonces Felipe sintió miles de astillas clavándose en su corazón que no producen dolor sino una pena  devastadora. 
Cuando las sucias compuertas de nuevo se cierran, el móvil suena otra vez, el diablillo contesta y discute un largo rato hasta que cuelga. 
Luego contempla a Felipe con una especie de desconcierto que da paso a una expresión de gozo diabólico que abre su boca de dientes astillados y puntiagudos para decirle:
-Esos pacatitos del cielo han investigado tu caso. Apareces anotado en su libro de admisiones, el peso de tu alma es el correcto, sin embargo tu pasaporte de vida se ha perdido y sin el no puedes traspasar las puertas del paraíso celeste.  
Al final me han autorizado para ofrecerte un trato o te quedas aquí en el infierno o te vas al olvido.

Tras un momento hostigado a contestar sin demorarlo más la respuesta ardió desconsolada en los ojos de Felipe.

sábado, 2 de mayo de 2020

Hoja de ruta





Conseguiste al fin dormir
pero un puñal tiene su ausencia
entrando por tu estómago  
      y en sigilo por tu sueño 

Girando abre tu carne y herida se vierte
empapando todo por debajo de las sábanas 

     más tarde
 tu sangre toda vuelve al latido y a su arteria
     
  sobreviviendo te levantas 

 y otra vez los pies encontrarán gélido al suelo
pero hoy querrán perder 
el absurdo control  la lógica aburrida  la estúpida razón 
e ir y hablarle a las olas de tus mapas secretos
     
   con tu oscura voz de gaviota mutilada

volviendo a ser un niño.

domingo, 9 de febrero de 2020

A manos llenas



El rasgar de las cabezas de las agujas dando el mediodía que a modo de reloj de estación penden sobre la puerta giratoria del café Lisboa, pasan inaudibles en medio del concierto sonoro y dispar que ejecutan los pasos de la gente, el chocar constante de la loza de platos y tazas al ser colocados limpios y listos para ser usados, sumándose el tono mesurado o estridente de las conversaciones de los clientes al compás de la música ambiental del que sobresale algún acorde junto con el tintineo cobrizo de los treinta y tres céntimos que el hombre de la mesa más próxima a la mía, deja de propina al irse. 

No les vi venir, porque al sentarme me distraje mirando al perrito de otra mesa más lejana, que juega deshaciendo el papel de una servilleta arrugada, mientras ajeno al destrozo, su amigo mira el móvil y escribe wassaps. 

Cuando veo a la pareja de ancianos ya están sentados uno al al lado del otro en esa mesa cercana a la mía.
El camarero del chaleco verdoso viene con la bandeja reluciente y la sonrisa cortés. 
El anciano pide el periódico y dos cafés con leche a los que se suma otro que pido yo. 
Alguien corre al entrar en el Lisboa, le persigo con la mirada hasta que se difumina confundido entre las mesas distantes. 
El camarero me sirve, luego a ellos. 

Mi atención se va hacia el recién servido café, primero hundo la cucharilla  deshaciendo la espuma cremosa que encumbra al liquido aromático, esto hace abrirse un agujero por donde vierto el azúcar que poco a poco es engullido por ese pequeño ojo de huracán, entonces revuelvo aún más el torbellino, después lo dejo reposar antes beberlo. 
Mientras espero veo que los ancianos ya se han tomado sus cafés.

Él abre el periódico y lee, mostrándome una escena cotidiana que se repite casi en cualquier momento, casi en cualquier sitio. 
Nunca se debería dar nada por sentado porque lo habitual de pronto toma un derrotero inusual.  
La anciana extiende una de sus manos dejándola abierta la palma sobre el mármol de la mesa. 
El anciano comienza a escribirle una tras otra letras sobre la palma. Entonces caigo en  cuenta que la mujer es ciega y sorda. 
Les sigo observando sin ser observada porque inmersos en ellos mismos parecen abstraídos del espacio y de la gente. 
Todos los sucesos del mundo caben en su mano vacía, pienso, mientras sigo mirando fascinada sin ningún atisbo de culpa por mi intromisión visual mientras el viejo le sigue escribiendo. 
Una e, ahora una ese, una t y poco a poco las letras formar frases que acabo leyendo al unísono que ella. Hasta que él cierra el periódico porque van a irse, pero antes ella le busca su mano, él la abre y ella escribe despacio, leyendo también yo las dos palabras que lentamente gritan: Te odio.
Les veo irse, afable él la toma de la mano, ella sombría se la suelta con un respingo, aunque unos instantes después la anciana vuelve a buscársela con la premura de quien se agarra en medio de la tempestad a una podrida tabla de salvación.