miércoles, 26 de agosto de 2020

Aire



Lo descubro en el fondo de la sala, aunque le rodean otras obras, mi ojos aún distantes se ven atrapados por su penumbra y los puntos de luz que dispersos iluminan detalles en los rostros y ropajes de la escena.
El tiempo estático del enorme cuadro impregnando mis pupilas que suavemente traza la perspectiva de su atmósfera hasta fugarse en ese contraluz lejano de la puerta por donde por último, aparece y se recorta el gentilhombre casi desdibujado. 
Mis pies se mueven y aproximan tan hipnóticos como mi vista que se encuentran con los ojos pintados de una enana, los de una niñita vestida de plata y sombríos, los de un pintor con la paleta, el pincel, el tiento en las manos y una cruz roja sobre el oscuro atavío del pecho.
Sigo caminando sometida a una voluntad que no es mía internándome ya dentro del cuadro. 
Al parpadear en ese instante desaparecen los once personajes pintados incluso hasta el mastín que dormitaba molestado por el niño enano malicioso del pelo largo. 
En el espejo tampoco la pareja real difusa se refleja. 
Estoy en medio de la soledad de esa estancia y descubro el secreto del gran lienzo que únicamente era visible para Velázquez.
Entonces tomo la paleta, pincel y tiento que ahora aguardan al lado del caballete y comienzo a pintar a los que del otro lado del marco miran absortos y embrujados el aire detenido y palpitante del cuadro.