martes, 8 de diciembre de 2015

La muralla


Nadie sabe con certeza si fue el mes de julio o de noviembre, si era el verano u el otoño
del año MCVIII o el MCIX.
La Ábila con b despertó esa madrugada en el reinado del rey Alfonso VI detrás de su muralla medieval con sus barbacanas, almenas, puertas, torreones, cadalsos y fosos vacíos. 
Las voces de la primera mañana eran unos puntos sobre el cielo que moviendo sus alas de ventolera graznaban chillidos de cuervos y urracas.
En la soledad de intramuros cercana a la basílica de San Vicente, dos niños y una niña jugaban a los reyes y las reinas con espadas y coronas de ramas. 
Jugando a la leyenda que nadie sabe con certeza si nunca sucedió.

Os he vencido Majestad, grito el niño más alto y desgarbado.

Rodrigo de Vivar, llamado el Cid 
¿Por qué osáis combatir contra vuestro rey y os negáis a rendirme lealtad? le respondió el chiquillo rubio vestido de harapos.
La niña los miraba, callada con un libro entre sus manos.

Vos y vuestra hermana aquí presente, la reina Doña Urraca habéis conspirado la vil muerte de Don Sancho, rey de Galicia y hermano vuestro. 

Por ello no puedo seros un súbdito leal, ni juraros fidelidad y a menos que probéis vuestra inocencia, ni yo ni nadie de los que me siguen podrá aceptaros como soberano y destrozará esta sospecha vuestro reinado, respondió el niño Cid.
El niño rey apuntó con su espada de madera el pecho del jubón de su amigo al decirle:
¿Cómo puedo demostraros mi inocencia?

Jurando ante Dios y sus Sagradas Escrituras, respondió el otro niño apartando la espada.

¿Acaso no os dais cuenta de vuestra afrenta? 

Me doy cuenta mi Rey y señor Alfonso VI.

Juraremos, mio Cid.

La niña asintió con la cabeza abriendo el pequeño libro.
El niño harapiento posó su mano sucia sobre una de las hojas y esperó a que el otro continuara.

¿Juráis que no habéis tramado ni ordenado, ni vos y vuestra hermana Doña Urraca, la muerte del rey Don Sancho?  

Lo juro ante Dios, exclamaron los dos niños a la vez.


Durante un segundo el niño Cid se mantuvo en silencio, al volver hablar dijo:
Si vuestro juramento fuera falso, permita Dios que muráis como Don Sancho a manos de un traidor y por la espalda. 
Decid Amén.

Amén, dijeron al unísono.

Retumbó un estrépito de cascos de caballería y también corrieron los niños entre los palacios que defendían cada puerta.
Un ciego atraído por la cabalgada caminaba con su cayado, guiándose con su mano por las piedras de la muralla.
Al tocarla la muralla vivía en el tacto rugoso de sus dedos arrugados y otra vez le contaban  su historia de fortaleza romana, integradas aquellas piedras de su necrópolis, las estelas funerarias donde alojaron sus cenizas aquellas legiones del águila.
Sólo él también encontraba en los intramuros que se reforzaban y extendían los toros, cerdos y  vacas esculpidos por aquel otro pueblo indígena, los vettones que marcaban los pastos verdes de sus tierras.
La muralla aglutinaba el pasado, el presente y el futuro siendo memoria fiel protegiendo sus íntimas moradas.
El ciego posó su cayado sobre el hombro de uno de los tres niños cuando entró en la plaza, poco antes de que el ejército de Ávila saliera por la puerta de San Vicente para luchar contra los musulmanes en el puerto de Menga.
La muchedumbre aclamaba vítores para despedir a los soldados. 
Una mujer joven y muy seria los miraba irse, su esposo el alcalde Fernán López de Trillo, la abrazó y antes de montarse en su cabalgadura le dijo: 
Mi señora Ximena, quedáis encomendada del gobierno de Ávila.

Al pasar el último de los soldados, la gobernadora Ximena Blázquez habló por fin para decirles a, las mujeres, los ancianos y los niños, que se dispersaran y se ocuparan de sus quehaceres cotidianos.

Los tres niños que en realidad se llamaban Alonso, Teresa y Hernando también se separaron al llegar el medio día y también retornó el ciego a su esquina, sacando del hatillo su flauta y con una dulce melodía llenó su platillo con monedas de cobre.
Los días siguientes detrás de la cuidad amurallada se revistieron de la calma que suele preceder a una tormenta.
Ávila fronteriza entre reinos cristianos y moros era el plato suculento dispuesto a alternarse entre espadas y jinetas.
Suelen volar las noticias así que enterado de la ausencia de las tropas cristianas el Califato de Córdoba, decidió sitiar y conquistar esta ciudad ahora desvalida.
El Califa Hisham II señor todopoderoso de Córdoba, guardaba las apariencias del poder pero quien era su cerebro, su corazón y su brazo armado no era otro que su tutor, Almanzor.
La ocasión de conquistar Ávila nunca se presentó tan propicia.
El caudillo Almanzor envió un ejército al mando de Abdalla Alhanzen con ordenes de ocuparla.

Los pendones verdes y con medias lunas blancas, ondearon con viento a favor, de improviso una mañana, siendo los heraldos que desde la lejanía, alertaron a los habitantes de Ávila del peligro que aroximándose les amenazaba.
Ximena se encontraba en sus habitaciones cuando uno de los pocos escuderos que se había quedado, le notificó las malas nuevas.
Sígueme, ordenó Ximena al escudero y fue conminando a todos con los que se encontraban que mantuvieran la calma y fueran cerrando las puertas de la muralla.
Así se hizo; Ximena iba leyendo en todas la miradas el pánico y la sorpresa. 
Subió las escaleras hasta uno de los torreones de planta cuadrada de la puerta del Carmen, las sombras alargaban las almenas sobre la yerba. Desde allí comprobó como las huestes musulmanas ya se habían atrincherado a una prudencial distancia pero que seguirían avanzando.
El escudero permanecía a su lado, entonces ella le preguntó que cuántos escuderos se habían quedado a intramuros.
Unos treinta, respondió él.
Ximena bajó la cabeza y bajó los peldaños de la escalera mientras mujeres,  ancianos y  niños la miraban en silencio interrogantes.
Fue caminando lentamente hasta el centro de la plaza del ayuntamiento, ocultando sus manos en las mangas de su vestido, para que nadie percibiera el temblor de sus dedos.
No estoy dispuesta a entregar Ávila, les dijo.
Es imposible resistir, es una defensa suicida, respondió un anciano.
Tenemos a nuestro favor la altura y lo inexpugnable de nuestra muralla, podemos resistir hasta que vuelva nuestro ejército, le contestó Ximena.
Es imposible soportar un asedio, nuestro ejército ignora la situación y tampoco sabemos cuando volverán, no tenemos víveres ni agua suficiente para resistir, únicamente unos días. 
Los hemos visto desde los torreones, los musulmanes son un ejército numeroso, que podrían incluso escalar la muralla sin que pudiéramos apenas contenerles. Lo más razonable y por el bien de los ciudadanos, sería rendir la ciudad abriéndoles las puertas, aconsejó el anciano.

¿Tenéis idea, mi señor Lope Dávila, lo que harían las huestes musulmanas con todos nosotros? 
Matarían a los ancianos, a las mujeres y los niños nos convertirían en esclavos.
Os pido, os ruego abulenses unas horas hasta el anochecer para tratar de hallar una salida que nos salve.
Si no consigo encontrarla, entonces me someteré a vuestra voluntad, sea la que sea.

La mujeres y los ancianos congregados asintieron en silencio y los niños la miraron apesadumbrados irse, hasta que desapareció tras la puerta de la alcaldía.

En su recámara Ximena dio rienda suelta a lo que hasta entonces había contenido, un estremecimiento que sacudió todo su cuerpo.
Se sentó delante de la chimenea observando al fuego crepitando las llamas y así estuvo en una absoluta quietud, hasta que atardeció.
Una doncella entró entonces en la recámara, traía una copa de vino, un vino espeso muy oscuro, como la sangre del toro.
Ximena tomó la copa, levantó la cabeza y dejó que todo el vino resbalara por su garganta.
Reúne a todas y todos en la plaza, incluidos los niños, le dijo a la mujer. 
¿Vais a entregar Ávila?
No Elvira, reúnelos y después ven a buscarme.


En la plaza la esperaban expectantes.
Ximena con voz firme habló:
En situaciones desesperadas hay salidas desesperadas. 
Escuderos, coged vuestras armas, saldréis y con sigilo atacaréis el campamento musulmán. 
Ya sé que sois sólo treinta hombres, pero la sorpresa jugará a nuestro favor, con que hiráis y matéis algunos de ellos es suficiente. 
Después volveréis presto, os estaremos aguardando para una vez que regreséis cerrar de nuevo las puertas.
Idos ya, que Dios os guarde.
Los escuderos asintieron y siguieron sus ordenes.

Al resto les dijo: 
La segunda parte toca de nuestra cuenta. Seguidme todos a la armería. 
Vamos no hay tiempo que perder, la noche también es nuestra aliada.

La oscuridad era total cuando los escuderos volvieron después de ejecutar con éxito su escaramuza.
Las puertas se cerraron tras ellos, alguien les ordenó que subieran a las almenas.
Abdallah Alhazen desconcertado y airado ordenó a sus tropas que se agruparan para atacar la ciudad.
Al llegar a los pies de la muralla, los gritos y las trompetas de guerra les esperaban con teas, antorchas y hogueras encendidas tiñendo de rojo las paredes de las barbacanas. 
Sobre la muralla en la puerta del San Vicente, Alhazen y sus huestes entrevieron en lo alto de las almenas a un incontable ejército cristiano que les aguardaba.
Lo que no distinguieron es que detrás de aquellas armaduras, de las cotas de malla, los cascos y los yelmos ocultaban a las mujeres, los niños y los ancianos blandiendo las antorchas y las espadas.
Abdallah impresionado, abandonó la idea de rendir la ciudad, dieron media vuelta y se retiraron con destino a Talavera.

Desde arriba los habitantes de Ávila los miraron irse y desaparecer.
Los gritos de júbilo se oyeron hasta la mañana y niños mujeres y ancianos se abrazaban de continuo con sus vestiduras de guerra.

Cuando el sol calentó las piedras del suelo amurallado, Ximena sonreía mientras su largo pelo brillaba asomando debajo del yelmo reluciente.