sábado, 4 de febrero de 2017

La capa roja


Cuando después del desayuno preparó la cesta, metió dentro como de costumbre, un queso, un pastel y un tarro con miel.
Luego peinó sus trenzas y sonrió sin motivos al sacar del arcón un delantal azul para ponérselo encima del vestido. 
Por último buscó su capa y a la luz del sol temprano que entraba por la ventana le pareció más roja que nunca.
Al ponérsela y anudar la caperuza bajo el mentón, pensó en el lobo feroz.
El día anterior debajo de un piedra, al pie del olmo escondió la carta que le había escrito de advertencia.
Señor Feroz huya, el cazador quiere matarle y deshollarle.
Al cerrar la puerta de la cabaña sintió un gran temor como quien tiene un presagio del que se ignora el efecto y el fin. 
Caminaba ensimismada sin percatarse de que había tomado otro nuevo camino hacía el bosque.

Después de un largo trecho cuando el mediodía ya levantaba el cénit al sol descubrió un enrejado profuso de ramas, en su penumbra donde un arroyo brillaba los pequeñísimos rayos que sorteaban las ramas, las libélulas despertaban, dormían los búhos y una araña diminuta tejía una inmensa tela que vibrando daba cuenta del leve soplido del viento.
La yerba hacía ofrendas de violetas oscuras, entre ellas atisbo al pelaje carey del lobo desapareciendo sigiloso por el distante follaje.
De pronto plegándose  la arboleda al silencio, la niña se dio cuenta de que había encontrado abierto y hondo para ella, el corazón del bosque.
Deseó quedarse allí para siempre.
Deseándolo cerró los ojos, al abrirlos vio que sin rumbo habían seguido andando por otra vereda desconocida que se adentraba fuera de los límites del bosque.

Igual que la curiosidad abre las páginas de un libro,
igual que quien se pierde y se encuentra
a Caperucita se le abrió la sorpresa 
al sentir que dentro de su pecho un corazón le latía.