No llevar nunca un paraguas por mucho que los meteorólogos y los cielos anuncien lluvia es una costumbre que guardo de los tres años que pasamos juntos. Te gustaba pasear bajo la lluvia o, mejor dicho, no te importaba lo más mínimo que estuviera lloviendo. Cuando todos abrían sus paraguas y comenzaban a caminar como hormigas ciegas tú ni te inmutabas, seguías caminando como si nada. Quiero decir que, seguíamos caminando como si nada, porque pronto me acostumbraste a ello. Sólo dejábamos de caminar cuando llegábamos a nuestro destino o cuando la lluvia se convertía en tromba y nos obligaba a parar, ya empapados, al cobijo de algún portal.
A pesar de hacer dos años de nuestra ruptura mantengo esa costumbre heredada a la que mis defensas inmunológicas no terminan de acostumbrarse. Esa maldita costumbre y la gota fría que se instaló en la isla el miércoles pasado hicieron que el sábado amaneciera con molestias en la garganta que anunciaban el dolor de cabeza y la congestión nasal que hicieron su aparición esa misma tarde.
Desde ayer estoy tomando un antigripal a base de ácido acetilsalicílico, aleato de clorfenamina, hidrocloruro de fenilefrina, ácido cítrico anhidro, bicarbonato sódico, carbonato sódico anhidro, citrato sódico, manitol (E421), polividona 30, glicina, docusato sódico y sacarina sódica, un remedio que la naturaleza nos había negado y que hoy podemos ingerir gracias a experimentos inhumanos en campos de concentración pero, claro, es mejor no pensar en ello.
El antigripal no ha resultado tan efectivo como cabría esperar tras ver los anuncios comerciales en televisión y, a las doce de la mañana, he tenido que dejar mi puesto de trabajo y venir a casa, a esta casa que ya no es tu casa, y sentarme en este sillón beige que tú no llegaste a ver en el salón, con la mesita a mi derecha en la que siempre hay un libro y hoy, además, una caja de clinex.
Cojo el termómetro digital para comprobar mi temperatura. Doy un repaso rápido y desinteresado a la programación de la televisión. No me he molestado en subir el volumen. Realmente no me interesa lo que hayan programado para este momento, no voy a ver la tele, sólo hago tiempo hasta que el pitido del termómetro me recuerda que tengo 38,62 grados. Tengo fiebre, de eso no cabe duda. Me duele la cabeza, tengo una extraña sensación de mareo, tengo náuseas y todo va a empeorar y, lo hará, porque es lo que busco.
Apago la televisión y cojo el libro que tengo a mi derecha. Es la Divina Comedia de Dante Alighieri. Se trata de una edición del año 1984 con encuadernación rígida forrada con terciopelo rojo. Lo compré hace dos meses en una feria de libro de ocasión. El polvo se ha ido depositando año a año en él y es imposible quitarlo por completo, igual que ese nauseabundo olor impregnado en sus amarillentas páginas. Ese olor, unido a mi estado febril equivale a un golpe seco en la boca del estómago. Vomitaría. Debería cerrar los ojos y dormirme pero, no ha llegado el momento todavía. No hay que precipitarse, sólo llevo quince páginas. Me obligo a seguir con la lectura a pesar de mi estado o, mejor dicho, por él.
Se me cierran los ojos solos, apenas puedo mantener la cabeza erguida. Más de una vez ha estado a punto de escaparse el libro de mis manos y caer al suelo. Sigo leyendo.
Cuando no soy capaz de recordar el tiempo que llevo de agónica lectura dejo el libro en la mesita de forma instintiva, con los ojos cerrados. No sé si la ultima frase la he leído realmente o me la he inventado. ¿Dante habría utilizado esa expresión tan vulgar?
Virgilio se había cansado de hacer de guía turístico y eso que acabábamos de empezar, por eso, cuando atravesamos el vestíbulo y llegamos a la orilla de aquél río turbio y vimos a aquel escuálido anciano, no se molestó en hacer las presentaciones de rigor, conocí su identidad al dirigirse a él en perfecto griego antiguo como Χάρων Khárôn, hijo de Érebo y Nix. Entonces supe que aquél río bravo que lamía la hierba negruzca que pisábamos era el Aqueronte.
A aquel anciano desgarbado no parecía caerle bien mi guía y le contestaba a todo con monosílabos o frases cortas adornadas con una voz áspera preñada de maldiciones e insultos y un entrecejo eternamente fruncido. Luego pude comprender que era el trato que ofrecería a cualquier persona que se acercara a su barca.
Extendió la mano y exigió a Virgilio un óbolo. Me echó un ligero vistazo y subió el coste dos óbolos más. Hirió mi orgullo y pensé que me había descuidado desde que te fuiste, pero era una estupidez pensar en ti en aquella situación. Virgilio le informó que yo pertenecía al mundo de los vivos y el anciano profirió tal cantidad de blasfemias que dejaron de tener sentido, estaba enfurecido y hablaba a dentelladas, lanzando saliva con cada palabra, parecía que los ojos le iban a salir de sus órbitas en cualquier momento. Apenas me miraba, yo no era nada ni nadie para él, mera mercancía y, además, de la que tenía prohibido su transporte. Esta prohibición parecía gustarle al anciano.
Una vez hubo terminado con los insultos y maldiciones, exigió el pago estipulado “para esta clase de mercancía”. El pago, me explicó más tarde Virgilio, consistía en una rama de oro que proporcionaba la Sibila de Cumas. Pero Virgilio negó con la cabeza y aseguró que pasaríamos sin realizar pago alguno. El anciano se negó a ello, dijo que sólo transportó a un vivo sin que pagara este tributo, por lo poco que conocía de mitología supe que se refería a Heracles que redujo al anciano empleando toda su fuerza, por ello el anciano fue recluido en una urna durante un largo año. Virgilio puso sus brazos sobre los hombros del anciano en tono conciliador y amenazante a la vez, le miró a los ojos y le espetó con voz serena “así se dispuso allí donde se tiene la autoridad”.
El anciano pasó al silencio y la calma inmediatamente, eso sí, no dejó de fruncir el ceño y de proferir blasfemias entre dientes. Nos invitó a embarcar y le hicimos caso.
Sabía que en la otra orilla nos esperaba el Infierno, lo sabía pero, en estos instantes lo que me preocupaba era no morir durante la travesía por aquellas aguas en las que todo se hundía excepto la barca del malhumorado anciano.
Soplaba el viento en todas direcciones. Nunca había visto un río con una corriente tan salvaje. A pesar de eso, la embarcación permanecía estable gracias al remo del anciano que demostró que sus correosos brazos poseían una fuerza descomunal. Comencé a marearme. La cabeza parecía que me estallaría en cualquier momento. Noté algo parecido a un golpe seco en la boca del estómago. Me había desorientado y Virgilio, que parecía haber adivinado lo que me pasaba, me agarró con fuerza e hizo que me sentara. Creí que vomitaría en cualquier momento. Respiraba de forma trabajosa y comencé a sudar. Ahora también me preocupaba lo que me esperaba en la otra orilla. Comencé a llorar e implorar que dieran la vuelta. El anciano y mi guía se miraron y comenzaron a reír a carcajadas. Virgilio se agachó hasta ponerse en cuclillas y, posando su mano derecha en mi frente me pidió que decidiera qué quería hacer. El llanto me impidió articular respuesta alguna. Virgilio parecía decepcionado “dejaremos el viaje para otro momento o para otra persona” y ordenó al anciano que diera la vuelta. Inmediatamente supe que la decisión no era la acertada.
Me he despertado con la boca seca y un extraño aturdimiento. Me vuelvo a poner el termómetro, la fiebre ha bajado pero no desaparecido. Miro hacia la mesita de mi derecha al libro de encuadernación roja. Mañana tendré otra oportunidad, siempre que Virgilio esté dispuesto a ofrecérmela.
Relato de Blas Martínez Fernández
Dibujos de Paloma Blázquez