domingo, 19 de agosto de 2018

Crónica en invierno


Mañana 

Escucho dar vueltas a la llave con el miedo y la ansiedad de una loca esperanza. 
Si tuviera un corazón galoparía como un rocín; lo de rocín es un termino literario demodé, lo sé, pero es que durante ciento diez años he sido, soy aún, una tienda de libros. 
Elena entra y mira su Troya, así me llamo.
Giras al contemplarme y confirmas una despedida, ya no hay duda.
Si pudiera llorar lo haría contigo ahora y te consolaría diciéndole que has resistido todo lo que has podido, pese a las franquicias, los libros digitales, la crisis. 
La oportunidad te ha surgido y no es para no pensárselo, un trabajo bien remunerado en un periódico de América, del que no recuerdo el nombre, el no recordarlo me importa tres bledos o una mierda. 
Necesito desahogar, me ahogo y no puedo ni quiero disimular mi rabia. Si pudiera arrojaría los libros fuera de las baldas con furia de poltergeist.
Pero solo soy palabras que la nada escucha. 

Lloras Elena, sollozas sí, pero te vas, te rindes y de mí dará cuenta el olvido.
Alguien te llama al móvil, te serenas diciéndole que vas donar todos mis libros y discos a una biblioteca cercana, vendrán dentro de unos días a por todo. 
En un guardamuebles arrojarás, el retrato de Kafka, el de Frida, a Mafalda, el capitán Ahab y la cola de la ballena blanca, lo nuevo y lo viejo que me ha adornado y acompañado más de un siglo. 
Salvo el pequeño caballo de Troya de madera que tiene un libro dentro, a el te lo llevas, será el recuerdo de algo amado que no se deja morir del todo. 
Cuando cuelgas acaricias el mostrador, luego tus dedos resbalan por el frío de la columna de fundición que sostiene el techo y te abrazas a ella igual a alguien que se agarra a un mástil tratando de mantenerse a flote antes de hundirse en la vorágine de la tempestad.

Noto que sufres tanto, no es que no me importe, pero agonizó y comprende que cuando te marches y se lo lleven todo, ignoro que destino correrá mi resurrección. 
Imagina si deciden reabrirme como un local más de una cadena de panaderías, un chino o una franquicia de perfumes caros. 
No, no soy racista, ni clasista, o sí, soy una snob, pero eso ya qué importa. 
Adiós Elena, vete ya muchacha, sabes que algo de mí irá contigo siempre.

Un haz de luz entra por el escaparate tan intenso como un incendio. 
Troya arde otra vez piensa Elena, al cerrar la puerta, su mano tiembla.


Hoy

Entro y le busco, la librería llena de gente, aún así mi abuelo me ve.
Al cruzar nuestras miradas se suspende tiempo y espacio, todo parece detenerse en una pequeña eternidad que también nos mira, hasta que un cliente le pide: El amor en los tiempos del cólera de García Márquez, recién editado. Sin esperar otro cliente le pregunta por: Una habitación propia de Virginia Wolf. Vende los dos y le ayudo a envolverlos mientras alguien se interesa por un disco de Miles Davis. 
Desde hace un rato un chico con una cresta azul de pelo punk curiosea entre los discos. 
Al verme se aproxima, va a pedirme un disco de La Polla Records apuesto conmigo misma. Pierdo la apuesta porque me pide un libro de poesía.
Lo busco, lo encuentro, lo toma, lo ojea y lee en voz alta el final de un verso.
Al recitar una voz tan intensa vibra tanto que que cuando termina su tono aún se mantiene en el silencio, hasta que el chico habla de nuevo para decir que se lleva el libro. 
Aquí tienes. Le digo al darle el cambio y su paquete.
¿Cómo te llamas? Al preguntarme frunce el entrecejo.
Ofelia y sí es por Rimbaud. Le respondo subiendo las cejas.
¿Sueles leer el pensamiento y adelantarte a la próxima pregunta? Sonríe seguro después de preguntar.
 Pero en ese momento nos quedamos los tres solos en la librería, el chico punk se va sin esperar la respuesta, diciendo un:  -Nos vemos tía-  Agitando sus orejas llenas de imperdibles, como si de pronto se hubiera recuperado de un trance.
Entonces Aquiles da la vuelta al cartel de cerrado.
¿Te has cansado de la postmodernidad? Me pregunta.
Me echo reír triste y aliviada por la ironía, que ha hecho fácil este reencuentro tan difícil.
Hace tres años me fui de casa después de una tremenda discusión. Desaparecí en las drogas, el sexo y el rock and roll de la movida. 
Estoy embarazada. Contesto y continuo dispuesta a suplicar y las palabras que salen duelen y  queman cuando preguntan: ¿Podría volver?  Se que pedir perdón suena estúpido y vacío. Has sido mi…
Su dedo enjuto sobre los labios me hace callar y me estrecha con uno de los pocos abrazos que me dio en su vida. 
Después me zarandea suavemente como si quisiera cerciorarse de que soy real. 
Y sólo pregunta:¿Tu salud es buena? ¿Tu hijo tendrá padre?
Es niña, se llamará Elena, nacerá en Febrero. Sí y no, solo me tendrá a mí. 
Ahora nos vamos a comer los tres a la taberna y después nos vamos a casa, planea alegre como un chiquillo.
Entonces la pena me clava diminutos alfileres por la mi huida de estos años, en que  
 fui una equilibrista sin red sorteando bordes al abismo y sobre todo por una absurda rebeldía que añadió más años y arrugas a los ojos marinos de Aquiles.
Caminamos por la callejuela y  en las paredes están recién pegados carteles electorales del PSOE, UCD, PC y AP. 
La única patria que nos queda son los libros y el amor. Les dice Aquiles con desdén a las fotos de los carteles.
 Y yo vuelvo a sentirme ligera, sin peso, caminando otra vez a su lado. 


Ayer

Recuerdo la tarde que estalló la guerra acaba de cerrar la librería, sacar unos vasos para nuestra tertulia adicta al tabaco, el anís, el café, la literatura y la subversión.
Este país está dominado por la estupidez, la religión y la ignorancia. Los ojos de Rafael brillaban al sentenciar.
Te olvidas de la envidia. Recordó Daniel. 
Y de las apariencias y la costumbre. Apostilló Carlos.
Alberto que acababa entrar dijo: Este país por quien está dominado ahora es por los militares, me acabo de enterar que ha habido un golpe de estado en Marruecos liderado por un tal general Franco.
Todos nos miramos con estupor. 
¿Aquiles has cerrado la puerta? me preguntó Rafael con recelo.
Asentí mientras Daniel trató de tranquilizarnos diciendo que sería una revuelta que en pocas horas Hazaña resolvería.
Fue la última vez que estuvimos todos juntos. 
Después de aquel día se inició un periodo demencial que se entronizó con hedor a pólvora, hambre, miedo, revancha y cadáveres sembrados o formando torres desiguales y sangrientas contra el cielo, sobre los que se descargaba lluvia y más bombas mientras las sirenas llamaban a los refugios que rezumaban tierra y polvo. 
Me alisté en el bando rojo que me destinó a conductor de ambulancia y camillero en el frente recogiendo heridos, agonizantes o muertos hasta que una bala perdida me encontró entrándome un poco más arriba del talón donde era vulnerable mi tocayo mitológico. El disparo me dejó cojo y me liberó para volver a casa.

Irene y Ulises me esperaban, mi única obsesión desde entonces fue conseguir que los tres sobreviviéramos. A veces en los refugios alumbrados tan solo por la luz intermitente de una bombilla, esperábamos a que cesaran el ataque de los cóndor, temiendo siempre que la luz se apagara y una eterna oscuridad acabara por enseñorearse de todo.
En el refugio mi hijo mordía un pañuelo con tal pavor que lo hacía jirones entre los brazos de su madre con  el pánico abriéndole desmesurados los ojos. Su madre y yo los cerrábamos con fuerza como si así pudiéramos hacer desaparecer las descargas de las bombas.
Una mañana de abril a Irene la mataron en la calle de improviso con otra nueva andanada que hizo añicos su dulzura y su carne hecha por el sol sepultándola entre escombros cerca de nuestra casa.
Mi hijo la llamaba día y noche y yo era incapaz de mostrar pena, consuelo o cordura.
Los dos vagamos por la calle derruida como dos autómatas andrajosos, míseros y grises.
Mi chiquillo clamando en voz alta por su madre y yo a susurros por la mía como si cualquiera de las dos pudiera volver para salvarnos. 
Fue Daniel quien lo hizo, nos encontró y nos llevó en un carro tirado por una mula macilenta hasta su pueblo.  
Un pueblo ajeno a la guerra y al tiempo, erguido y entero entre sus calles de barro cocido y sus techos de color rojo inglés. 
Quien primero salió a recibirnos fue el viento, después quizá por el ruido quejumbroso de nuestra carreta, la madre de Daniel y sus tías se asomaron para esperarnos en la entrada de la casa pintada de un verde deslucido.
Entre sus manos volvimos a la vida. Todas eran bordadoras, todavía me parece verlas cerca de la claridad del ventanal, dejando puntada tras puntada en los bastidores no solo con seda, sino también pareciera que hilo de luz,  sobre sábanas, faldones de bautizo, vestidos de novia y sudarios.
Después de unos meses Daniel yo regresamos a la ciudad, Ulises se quedó con ellas. 
A los pocos días de nuestra vuelta, la guerra finalizó, pero no terminó el hambre ni el miedo y si comenzó otro reinado del terror con sus ajustes de cuentas y posguerra.

Volví a mi tienda de libros en medio de las ruinas y dormía sobre un colchón destripado en el sótano esperando… no sé. Sí sé…un milagro. 
El milagro de que Irene volviera de la muerte y resucitada del olvido nos entregáramos al deseo, al amor y paseáramos después por todas las calles luminosas y en las calles de la noche volviéramos a tener veinte años y la vida entera por delante.

Lo único que volvió una de esas noches fueron unos golpes casi imperceptibles en la puerta.
Al abrir, Rafael estaba en el umbral. Me pidió refugió por unos días porque le andaban buscando. Se negó a contarme en qué andaba metido, por qué le perseguían. Lo justificó con que era mejor que no supiera nada. Tampoco insistí, solo hablamos del pasado y de Irene, Rafael era su hermano.
Otra noche un desconocido vino a buscarle, se fue con él, desapareció, se volatilizó y nunca supimos dónde estaba, qué le ocurrió. A pesar de que tratamos de buscarle tantas veces,Rafael jamás volvió ni de entre los vivos, ni de entre los muertos.
Alberto murió exiliado en una playa de Francia, ni siquiera pudimos repatriar sus restos.

A quien tengo enterrado en el sótano de la librería es al hermano de Carlos.
Fui yo quien le maté. 

Entró un octubre en la librería simulando preocupación y me preguntó por todos.
Cuando le di evasivas  fue claro y torvo al interrogar  dónde estaba de su hermano.
Andrés era un personaje celoso y cobarde que esperaba al entregar a su hermano mayor que la fortuna en el extranjero y el título de su familia fueran para él.
Suponía que yo sabría donde estaba escondido. 
Tenía razón lo sabía y además sabía que estaba a punto de salir de España. 
Le dije que hacía años que no veía a su hermano. Andrés se echó a reír con una carcajada siniestra. 
Eres una basura. Le dije. 
Entonces me agarró de la ropa y me puso una pistola en la boca susurrando que Ulises no era mi hijo, que era de Carlos. 
Tu mujer era una puta que se acostó con mi hermano. 
Le di una patada y forcejeamos,  cogí la pistola y le disparé.
Le sostuve mientras caía, cuando agonizaba le dije al oído algo que desconocía: Carlos es homosexual.
Su última mirada fue de sorpresa y odio, después su boca se relajó con la muerte y un mechón de cabellos revueltos le hacieron parecer muy joven e ingenuo.
Sobre el suelo polvoriento vomité todo mi asco por la guerra, por la vida y sobre todo por mi mismo. Salí a la calle con la ropa y las manos cubiertas de sangre igual a un Caín repudiado por su Dios. Grité sin voz tratando quebrar esa noche tan oscura.  

Al entrar cargue con Andrés hasta el sótano donde había algunos boquetes hechos por las bombas. En uno de ellos le metí y le enterré.
A día de hoy y después incluso de mi muerte jamás nadie supo que Andrés está allí. 
Cuando trataba de atravesar la frontera, Carlos murió abatido por los disparos de una patrulla que vigilaba el paso a Francia.

Andrés fue un fantasma tranquilo, nunca se manifestó, ni me atormentó. 
A mí favor hubo una conjura, la del olvido, para que nadie se acordara ni se vengara de mí.

Con algún dinero prestado traté de reabrir la librería esperando que volviera tener parte de aquel esplendor original con que mis padres la fundaron. 
Retornó Ulises para crecer largo y delgado. Volvimos a nuestra antigua casa, fuera de ella trataba de aplacar la soledad en otros cuerpos. Mentiría si dijera que no encontré más el brillante restallido del amor,  aunque dejé que se fuera, tuve miedo o lo tuvo ella. 
Supongo que fueron las circunstancias. ¿No se dice siempre eso cuando queremos justificarnos de algo que no hemos hecho por temor, conveniencia o cobardía?

Ulises se convirtió en un gigante rubio cuando entraban de lleno los sesenta.
Una tarde que no estaba, una chica morena con el pelo muy negro y largo curioseaba entre los libros. 
Me fijé en ella mientras atendía a los clientes. Noté que también me miraba estudiándome. 
Esperó a que todos los compradores se fueran y me preguntó si tenía una edición ilustrada de la Divida Comedia. Le respondí que tenía una ilustrada por Gustave Doré y se la mostré.  
De cerca asomaba una personalidad y una belleza inquietante, una mezcla perversa e inocente.
Su mirada maravillada confirmó al ojear el libro que iba a quedarse con el. 
También se quedó con mi hijo. Pronto supe que si quería conservar a Ulises debía no interponerme en su camino.
Aunque traté de que Beatriz, cálida y estremecedora, porque aquella muchacha era una constante mezcla de opuestos, me viera como su familia, no lo conseguí. Percibía su odio contenido aunque lo disimulaba, a veces tan bien que me engañé pensando que al fin había entrado en su misterioso corazón.
El día antes de la boda me dijeron que se irían a vivir a Paris porque les habían ofrecido trabajo. Pensé en que Ulises se iba y deseé desesperadamente ser el Homero que escribiera otro argumento a nuestra odisea.
Una rebelde resignación me enseñó a esperar que volvieran.
No regresaron ninguno de los dos, fue otra atroz tragedia cuando ambos murieron en aquel accidente. 
Su hija, se quedó conmigo.
Ofelia y su primavera, salvaron de nuevo a este viejo troyano, hijo de los mares de papel, del desconsuelo y la amargura.