e nuevo el cristal se parte, van ya dos intentos de cortar uno en el intervalo de una hora.
¡¡¡Señor Ramón ponga más cuidado, hombre!!! - recrimina el pintor a su ayudante.
Con un mutis resignado el señor Ramón, recoge los trozos, aunque ha sido Don Antonio como siempre el único autor del desaguisado cristalino.
Desanimado por el nuevo destrozo Don Antonio le dice. -encole el otro marco y póngale las prensillas, vuelvo ya.
De sobra sabe el señor Ramón que ese ya tiene media hora en adelante por los menos.
De vuelta la rosácea de Don Antonio tendrá un tinte más intenso derivando al carmín de garanza oscuro sobre todo en la cúspide de la nariz.
La misma desaparición ocurre todas mañanas cuando poco después de las nueve, horario de entrada al taller, escapa otra media hora para desayunar su orujo.
Al jubilarse Don Antonio que trabajó como dibujante y pintor publicitario, monta este taller de enmarcación de cuadros donde además da clases de pintura. Contrató al señor Ramón porque era conocido de un conocido de otro conocido suyo y como él jubilado.
Coincidiendo con una pequeña pensión, tratan de incrementarla además entretenerse, trabajando juntos toda la semana mañana y tarde excepto los sábados por la tarde y los domingos.
Jamás hubo dos personas más diferentes que Don Antonio y el señor Ramón ni tan capaces de congeniar.
El primero de escasa estatura, vestido con un mono antaño limpio y claro, eleva un cuerpo regordete y un pelo denso muy blanco enmarcando un rostro entre amoratado y carmesí que destiñe la mala circulación, el alcohol y los ataques de cólera inofensivos pero recurrentes de un carácter adusto y volcánico que solo suaviza al dar rienda suelta a su pasión platónica a la arqueología.
Por el contrario, el señor Ramón exhibe una calva tostada por el sol de los domingos dedicados a su huerta que redondea una cara con los pómulos altos y apenas sin volúmenes.
Espigado y ligero se cubre con un mono azul limpio y su talante va sobrado de una jocosa y naif alegría, que contrarresta con el mal genio estentóreo de Don Antonio, la blanda flecha de sus bromas suele dirigirse al blanco de una distraída Friné, la alumna más antigua del taller.
Robusta y rosada Friné, fija sus pequeños ojos de niebla sobre su cuadro. Sería también al jubilarse cuando descubre una loca vocación a la pintura.
Tan arrolladora fue su intensidad que deja en una evidencia más que ridícula a cualquiera que afirmó que ningún tipo de pasión amanece en la vejez.
La mujer de las manos ajadas por la lejía y la edad sostiene ahora los pinceles con devoción fresca que impresiona cielos de plomo, montañas de vértices cian, prados húmedos y la calígene bucólica de sus montañas empastada su silvestre poesía entre vapores de aguarrás y aceites de linaza.
Permanente al aire del taller atufa la trementina o el disolvente aunque olviden por horas cerrar el portón para ventilar.
Dos sucios y amplios ventanales fijos acumulan al igual que los enseres que lo atestan, mesas, caballetes, luces, barras de molduras, herramientas y cajas de pintura o cuadros, una virulenta pátina de polvo y viruta minúscula de madera que los cubre con una costra protectora que incluso es visible en los hombros de Don Antonio o el señor Ramón convirtiéndolos en parte integra de la atmósfera polvorienta.
Uno de los ojos de la Mona Lisa se agranda y cae en las comisuras atrayendo tal atención sobre si mismo que acierta a convertirla en un extraño cíclope renacentista.
Leo da G, como lo bautiza Santiago, sin que él lo sepa claro, mirándola arrobado cree hacerle justicia cardinal a la obra maestra de su tocayo Leonardo da Vinci.
Pero antes de irse al bar Don Antonio hará una corrección, tal como desarrolla su único método de enseñanza.
Mezcla en la paleta amarillo, carmín, una pizca de azul ultramar y blanco de zinc. Compone dos tonos carne para luego irse el pincel a la aceitera empapando a placer el pelo de aceite y lo agrega a las mezclas consiguiendo dos veladuras delicadas con lo que difumina el bigote recobrando la sonrisa de la Gioconda su sutil apariencia esfumada.
Con tierra tostada y negro marfil matizado de azul cobalto recompone la gama interior del ojo extraviado y en el exterior lo estrecha con los carnes a los que agrega más pintura.
Apenas un toque de ocre amarillo con una pizca de carmín, para la luz más clara al borde del iris finalizan la corrección que será observada por un horrorizado Leonardo García que termina por reconocer para si mismo que quizá su copia bizqueaba.
Milita convulsa por una risa tonta pinta torcida la casa de su pueblo.
Luis, un chico bajito de apariencia lacónica, trabaja sobre la larga mesa con pericia a ratos e inseguro otros examinando con los ojos entrecerrados para captar mejor el contraste del modelo de un libro de fotografías sobre desnudos para artistas.
Prepara el ingreso en Bellas Artes, aunque al volver el próximo verano tras el examen quedará su mirada para siempre fragmentada en el ominoso mosaico de un cristal del parabrisas de un coche destrozado.
Pero ahora dibuja muy serio y tenso hasta que Don Antonio que al regresar del bar con brillo etílico le toma el lápiz y con los dedos funde la parte recargada de la sombra en la izquierda que desajusta la atmósfera. Compara y ennegrece con trazos que difumina para darle un mayor contraste provocado al volumen que se concita en la parte más clara.
El atleta de una Grecia perdida parece volver a la vida por el grafito y la sonrisa de Luis ilumina su dibujo, asimilada la lección.
-Señores estamos bajo una dictadura militar.
Los ojos de todo el taller se fijan sobre él que quitándose el oscuro flequillo de la frente estira el grueso bigote un tanto caído hacia el mentón y aclara que a las seis y veinte un grupo de guardias civiles comandados por un tal teniente coronel llamado Antonio Tejero han irrumpido en el congreso de los diputados disparando tiros hacia el techo. Amedrentados casi todos los políticos se han tirado al suelo protegidos por las bancadas.
Desde ese momento retiene a todos los diputados sin importar el bando convertidos en sus rehenes.
El señor Ramón cabizbajo la recuerda también añorando a su hermano fusilado y enterrado en una fosa pocos días después del fin de la contienda, allí continúa entre un paradero desconocido de tierra.
En la tapa de su caja de pintura una pegatina con una encarnada rosa del PSOE se va despegando y enrollando, al fijarse en ella le parece un presagio, una metáfora de retroceso.
Por fin, retornará el orden, las buenas costumbres de nuestro caudillo, mangantes, ateos tras pensarlo se toca sin percatarse la medalla de la virgen que llena de pintura roja.
Mira a Don Antonio esperando que se fije en ella y dé unas pincelas para así llevarse el cuadro a casa.
Al levantar la vista por encima de las gafas observa a Gómez que con el carboncillo traza dos líneas del nuevo cuadro de una marina que piensa manchar hoy.
De talante moderado y sutil su simpatía conquista a la mayoría de la gente, contribuye a ello su pulcro y bronceado aspecto, semejando al turista ideal con esas escasas y elegantes canas en las patillas haciéndole parecer recién salido de una revista de vacaciones con destino a un soñado paraíso al alcance de cualquiera.
Una línea le comprime la boca, única señal de la preocupada agitación ante la incertidumbre por su negocio si el éxito acompañara a los golpistas ahora.
Otro rictus estrecha el entrecejo juntando las cejas recién depiladas en la piel de dieciséis años de Eva. Dos horas antes de venir a pintar el bodegón de manzanas y botellas verdes, en la casa vacía de su novio dejaron atrás la virginidad mientras escuchaban en un casete canciones de los Secretos.
Apenas sintió dolor o algo, ocurrió todo tan rápido, al salir a la calle con rumbo al taller tenía la impresión de que cualquiera con quien se cruzaba lo sabía.
Luego al llegar al taller pintando se tranquiliza, pero otro pánico de pronto a aparece.
Y si me quedo preñada y si falla el condón que no hemos sabido muy bien cómo usar.
Su amiga Susi la observa por el rabillo del ojo intuyendo que algo le ocurre mientras retoca el retrato de una mujer embarazada, versión libre de inspiración cubista.
De la época azul parece recién salido Santiago, largo, esquelético y melancólico que intenta oscurecer la apariencia caótica de su lienzo surrealista entonando un triste cobalto envolviendo a su único personaje desnudo que levita en un extraño paisaje onírico.
Los rasgeos de pinceles o carbones se detienen tomando el silencio un frío absoluto de cámara acorazada que se suspende sin peso sobre todos como aplastándolos.
Hasta que agita nervioso el pincel Elena sobre el agua para aclararlo, recoge precipitadamente abandonando por hoy su acuarela del muelle.
Con prisa se va a una tienda de comestibles a comprar aceite y comida por temor a lo que ocurrirá si los militares toman las calles en todas partes.
Su tímida y rubia huida pasa desapercibida al resto que ni si quiera escuchan su encogido hasta luego.
El señor Ramón corta otra moldura, al cesar el ruido molesto devuelve la actividad al silencio de los caballetes.
Chelines frustrada ante la perspectiva de terminar el cuadro hoy e imaginando excitada la marcha de los tanques victoriosos decide irse a celebrarlo con Pacón, su marido, que exultante habrá metido en la nevera burbujas de champán, francés no, español como manda Dios.
Meticulosa camina al retrete escondido a un lado del taller tras una puerta con roña antigua donde el wáter y un lavabo deslucen manchurrones secos de pintura chirriando el grifo por abrirse únicamente al agua fría llevándose en su curso vertical jabón barato o restos de pintura.
Limpia apenas la paleta de papel, lo guarda todo, recoge la caja en el sitio que le corresponde en la estantería y sale para limpiarse con aguarrás los dedos.
Vuelve al retrete parsimoniosa a lavarse con jabón las manos, se las seca con papel higiénico, desdeñando como acostumbra la toalla acartonada por sucia, al tirar de la cadena busca con la mirada al lado del grifo.
Impaciente mira por el suelo, comprueba los bolsos de la bata, va hasta el caballete revisa la silla y el suelo sin que aparezca.
Mi anillo no está. ¿Alguien lo ha visto y cogido sin querer? -su tono un tanto alterado es más una acusación que pregunta.
El señor Ramón que sale ahora del wáter dice picado y burlón que quien va cogerlo sin querer, que igual se ha caído por debajo de la estantería.
Exacto. -le apoya Don Antonio.- Mire usted que está más ágil debajo Señor Ramón.
Señora mía a pintar no se vienen con baratijas se dejan para presumir el domingo al salir de misa.
Jamás me lo quito, es mi anillo de pedida. -responde una atribulada Chelines.
¡Qué pedida ni qué niño muerto, estamos en un taller de pintura, DE PINTURA! - le grita iracundo. No en una cafetería de cotillas empiringotadas y ociosas.
Milita se tapa la boca y se gira para reírse.
Chelines altanera a va responder que no le hable así cuando el señor Ramón vuelve otra vez del wáter con las manos vacías.
Los demás comienzan a buscar por el suelo, las mesas, pero sin encontrarlo.
-Por supuesto, era lo que nos faltaba golpes de estado y registros estúpidos, vamos a mirar en el desagüe señor Ramón - él cual ya viene con las herramientas. - y continúa Don Antonio. - Si no está ya aparecerá o lo habrá dejado en casa o perdido por ahí.
Todos los alumnos se arremolinan en las puertas del wáter observando como el señor Ramón y Don Antonio forcejean para aflojar la tuerca sin conseguirlo.
Después de diez minutos infructuosos la cara de Don Antonio hinchada y de un púrpura saturado próximo a la explosión por el esfuerzo da pánico sobre todo por la expresión de la mirada puesta en Chelines que se toca con un tic nervioso su pelo teñido de cobrizo con una ancha veta blanca mientras también les observa muda.
-Me cago en …, déjelo señor Ramón, es imposible.
-Vamos a probar nosotros Gerardo.- invita Gómez.
-Ya afloja algo.- dicen los dos al unísono.
Tras quitar la tuerca un poco de agua sale turbia y una gota de pintura negruzca se desliza lenta y gruesa hasta caer al fondo del caldero. Del anillo ni rastro.
-Voy al bar a llamar a la policía. -les amenaza Chelines negra de rabia que ya se está poniendo su abrigo de visón.
-Visones y diamantes para venir a pintar, mañana también tendrá la pretensión de que le compre otro pobre pellejo porque se lo habrá manchando de pintura cualquiera de nosotros. Vaya, vaya, a ver si vienen hoy con la que está cayendo.
Al lado del barniz para cuadros el diamante del anillo da un destello, la aparición relaja la tensión imperante excepto el mal humor de Don Antonio que farfulla que quién va arreglarle el lavabo, la tuerca y el tubo porque los golpes para aflojarla se han partido.
La nieta de Friné, Daniela, única alma ajena al jaleo que se ha montado, termina ahora de pintar un mundo lleno de monstruos y a una niña que con una pequeña espada les va atravesando. Cada herida se ilumina con un tono distinto cayendo por los lados del círculo terráqueo los colores que se desangran para acercarse unos a otros formando un arco iris entre el negro de ceras de la oscuridad.
-Mejor nos vamos, es muy tarde. - les recuerda el señor Ramón que apaga la radio mientras Don Antonio confirma, con un cansancio dolorido levanta sus gafas para frotarse los ojos.
Recogen apresurados, al ponerse los abrigos y los gorros de lana apaga Don Antonio la álgida frialdad de los tubos fluorescentes.
Salen uno a uno a esa noche amenazadora de invierno clausurada de estrellas, las sombras de oscuridad dan matices ónices cuyo brillo se opaca por el apagón de la luz artificial de las farolas que en ese momento eligen la avería mientras la ceñida calle desangelada se va tragando furtivos sus pasos apresurados, nadie se despide como si coincidieran que hacerlo sería una aciaga premonición.
Dentro el taller a oscuras se sume en la quietud y la espera, destacan en la penumbra los lienzos en blanco más el pequeño calendario de una hoja al que señor Ramón ha olvidado arrancar la página actualizándola para mañana.
En la cabecera de la hoja con letra de molde debajo de la data en rojo, el mes y el año en negro da respuesta al día que se fue hoy.
23 de febrero de 1981.