domingo, 17 de febrero de 2013

La mudanza de Raquel

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He traído un montón de cajas de cartón para hacer la mudanza, otra más, ni recuerdo las que he hecho.

La primera fue con mi padre cuando tenía 9 años. 
Llevamos todos los muebles desmontados a pie porque nos trasladábamos a la calle de abajo. A ratos perdidos durante dos meses, camas, armarios y demás enseres fueron desfilando por la calle.
Nunca le pregunté a mi padre porqué carreteamos como mulas los muebles y es que me sentía tan bien por ayudarle. 

Solía acompañarle a todas partes donde él quisiera llevarme, que por lo general era a todas menos al trabajo.
Me cogía de su mano y yo le acosaba a preguntas tipo: papá porqué vota una pelota o papá porqué te sale barba.
Que mi padre se afeitará y verle hacerlo, me tenía fascinada.

Una mañana cogí su brocha, su maquinilla de afeitar y subida a una banqueta me embadurné la cara con la espuma. Al pasar la cuchilla me hice un tajo e hice lo mismo que él, cogí un trocito de papel y lo puse sobre el corte hasta que dejó de sangrar. 
Aún tengo la cicatriz.
Otra vez de nuevo comienzo con mi mudanza, armo las cajas de cartón y sacando los libros, al extraer un tomo grueso se desmorona la balda y unos cuantos caen sobre el suelo abriéndose.
El polvo en suspensión sobrevuela hasta la ventana atrapado por la pequeña luz temprana

que sale del velux.
Una araña oculta enfila ese caos de papel y teje su hilo resplandeciente por esa misma claridad que parece observarme mientras huye por el batiente dejando atrás su escalera sin peldaños de seda.
Una  metáfora me escala como si el tiempo fuera como una araña letal que nos envuelve en su capullo...
No nos movemos por el, es el que nos mueve hasta que deja de hacerlo e inermes nos secamos en su envoltura traslúcida. 


Al recoger los libros del suelo han parecido varias sorpresas.
Recuerdo que en otra época solía guarecer cosas diversas entre páginas determinadas, bien por señarlarlas o bien porque me resultaba el lugar idóneo para acogerlas.
Que otro lecho más adecuado para dormir que en la horizontal hacia el techo de onírica verticalidad.
Nunca he podido doblar las paginas de los libros así que he utilizado todo tipo de objetos para marcar suspáginas.
Aparecen unas entradas de la película Fargo y en otro una flor silvestre adolescente violeta que aquel chico me dio diciéndome: Para ti, por esos puñales  de tus ojos con los que hieres. 

Sonrío y siento un pellizco todavía al recordarle.
La flor disecada marcó su negativo sobre el párrafo de la novela y la escucho leerse en el silencio:
-Se la ha llevado...
Y se retorció la manos como si aquel ademán hubiera querido expresar esto: “ He hecho todo cuanto era posible; yo no tengo la culpa de nada”.
Levantó ahora sus manos y volvió a decir:
-¡Se la ha llevado!
János le miraba sin comprender. No entendía ni una sola palabra de lo que le decía el viejo, pero su corazón se encogió, como latiéndole en la garganta, al comprender instintivamente que ocurría algo extraordinario.
Permanecieron así durante unos cuantos instantes, chocando las miradas. 

En el rostro del viejo se reflejaba en descontento al ver que János no tenía aún bastante con esa breve frase para comprender lo sucedido:
-¿Qué es lo que se ha llevado? ¿Quién se lo llevó?
El viejo repuso susurrando:
-¡A esa mujer!... El agua
Las palabras parecían partirle en dos la garganta a János al proferir:
-¿A Anada?
-Sí.

De pronto el libro enmudece, lo meto dentro de la caja para continuar recogiendo el resto sobre el suelo.   

También veo una foto de mi padre cuando era niño de guerra que mordía  con pánico los pañuelos en el refugio antibombas y otra como niño de posguerra con su camisa de percal blanco arremangada sobre los codos, los pantalones cortos, descalzo sobre la hierva al lado del molino, en una de sus manos la cuerda de su caballo de cartón con ruedas  que solía llevar al río para que bebiera.
Mi padre octogenario, es el último superviviente en la mudanza de su vida, la memoria donde perviven sus padres, su abuela, sus tíos, sus vecinos, sus amigos incluso su mujer.
Una lágrima me abrasa la mejilla por él justo donde tengo la cicatriz y río al mismo tiempo por su humor entre lo absurdo y lo lúcido con el que suele decirme jocoso: 

Raro es el que va al cielo...
Mi padre presente en la mudanza de mi vida es un paladín intemporal que resiste el embate de la nostalgia, las ausencias, al miedo, al despertador sin manecillas del futuro con caja de mudanza que de tan repleta se ha tornado invisible a otros ojos que no sean los suyos.
Papá porqué estás tan callado, le pregunté hace unos días cuando me trajo un café.
No me respondió, sólo me miró como si al hacerlo volviera a ver a aquella niña a la que le compraba un helado de nata y un barquillo dorado.