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Las entradas
Su mole de hormigón ocupaba media manzana de la calle Caridad, el primer piso marcaba una austeridad arquitectónica que contradecía al segundo piso enmarcando las ventanas con arcos de herradura.Por una en concreto, donde la esquina redondeaba su vuelta se vislumbraba la playa.Todas aquellas ventanas eran los ojos de las aulas, que en verano bajaban sus ojeras de madera hasta septiembre.Había dos entradas, una amplia y con una puerta ornamentada, la otra en la calle del Ángel.Por esa puerta pequeña hormigueantes las niñas con uniformes grises y azules entraban al colegio de las hermanas protegidas por algún santo, al que asaron en una parrilla o saetearon de flechas en algún recóndito trópico.Desde aquel acceso se penetraban al patio cubierto de la izquierda, aunque enfrente la escalinata ascendiera uno a uno sus pisos con holgura, para rematarse en una azotea vacía, protegida con una valla.El segundo piso se llenaba de los pasos en fila, las puertas abriéndose y crujían los pupitres que también eran de madera. Cuando las tapas abrían sus mandíbulas, se cerraban con suavidad, a veces con estrépito porque alguna, se les escurrían sin pretenderlo, o pretendiéndolo con una protesta pueril y desapercibida.Eran las nueve en punto y la jornada comenzaba rezándole al Dios del silencio. Después se abrían los libros y las libretas comenzando un trance de letargo para dos de aquellas niñas, cuya duración abarcaba el otoño, el invierno y la primavera de tantos años en adelante como fue dejar la infancia entre el suelo y la vista fija en una línea continua de la vasta pizarra.Las chiquillas compartiendo hibernación, jamás compartieron la misma aula, aunque compartieran el mismo piso, los mismos baños, y el mismo recreo del patio cubierto.La salida al patio descubierto, franjeado por otras puertas repletas de cristales, que en días de lluvia se poblaban de caras a distintas alturas, cubriéndose del vaho anhelante en la algarabía de correr y saltar por su exterior o subir a los columpios de colores del fondo. En uno de los laterales del patio, las ventanas más bajas así mismo tenían rejas muy tupidas y de hierro por donde se colocaban los olores a rancho de la cocina.En su lado más extremo, había un extraña altura con dos escalones, acumulándose el ejército volátil del hollín, serpenteando, elevándose y volviendo a recaer en un incesante principio sin fin, para recobrarse y resucitar con la misma negrura, cuando al cemento lo empapaba la inclemencia del celaje.Ese resguardado altillo era el lugar de sus citas, al salir del comedor a la una y media de la tarde.Ninguna de ellas durante aquellos cursos que sucedieron, fueron a comer a sus casas, por ello se conocieron, entre plato y plato soso, frugal y rutinario, entre rezo y rezo dando gracias por la comida recibida de un comedor de pago.Una llevaba el gesto adusto y rebelde en la boca, a la otra una quemadura, hizo dos casas en su cara.Para comprender el principio de atracción de los imanes era dado verlas juntas, aspiradas por el febril campo magnético de los marrones zapatos de cordones y las medias bajadas, a veces sigilosos, otras vertiginosos, entre la una y las tres de la tarde.Colgándoles las trenzas se colaban por los entresijos del colegio arriesgándose a que las descubrieran, aunque asistidas por un don de invisibilidad asediaron los dormitorios escondidos, el refectorio, el interior de la capilla cuya luz filtrada por los vitrales simétricos, era amarilla y sanguinolenta modelando la perspectiva vacía de los bancos.
Tampoco nunca fueron sorprendidas en la penumbra del gimnasio con su alto caballo de Troya para saltos horizontales de esbeltas y amazónicas colegialas, o el potro de tortura terror de las gorditas o patosas.
Ni en la sala de música donde un esqueleto de cuerpo entero, sujetado por un pie erecto con cables al lado del piano, parecía aguardar que alguien tocara la marcha fúnebre de un tardío funeral, mientras su oyente óseo pasaba las hojas pautadas.
Algo hacía pensar que acaso fueran ellas, temerarias y secretas exploradoras de rincones empolvados en las buhardillas, las que inventaban los bulos que corrían por los cuchicheos de las clases, que en la enfermería aséptica y anticuada, o en el salón de actos, un fantasma monjil aparecía o un hombre embozado estuviera dispuesto atrapar y secuestrar a cualquier inquieta escolar que por allí se quedara sola y extraviada.
Acaso no fueron ellas porque trataron de conjurar aquellos morigerados e intrépidos fantasmas.
Una ocasión encontró el azar de la puerta de la azotea abierta, coronaron así en la cumbre de la atalaya, la torre del homenaje inexpugnable.
Se quitaron los mandilones de rayas bancas y azules, para engancharlos a las púas de la valla y el viento hizo de ellos sus banderolas agitándolos.
Juntas miraron la redondez de la tierra, y el mar plegado a su superficie.
Vino de pronto un camino entre el cielo y la tierra al desvanecerlo un trueno tardío, les desembarcó una inexplicable nostalgia.
Volvieron a bajar las escaleras trepidantes con el mandilón desgarrado.
En las clases de matemáticas, de lengua, de religión, historia, costura, dibujo, ciencias, sociales, música, gimnasia, francés y trabajos manuales, ni en las colas hacía el confesionario que a hurtadillas, ellas hábilmente sorteaban, jamás les hablaron de libertad.
Cortó la adolescencia las coletas y las separó con un plan trazado en contra del reencuentro.
Cuando los péndulos ceden al atrás la niñez
y la juventud sintieron que la libertad, es como una muñeca que se rompe así misma tratando de buscarse el alma.
Desde lugares distantes pensaron algunas veces una en la otra, preguntándose como serían ahora, si el tiempo les permitiría reconocerse y como entonces, esperaron encontrarse para decirse cuanto se habían echado de menos.