sábado, 29 de noviembre de 2014

El museo


Dando la bienvenida
colgando del raso de un marco bronceado
la eterna inocencia.
Por la pared del oeste sesga la penumbra
 y en la silla desvencijada del rey del sol 
un brazalete de duelo
por los hijos devorados por su padre sordo.

Escribir en España es morir congoja
dice un carnet de baile
sobre la mesa de cristal del salón púrpura.

A la izquierda en el corredor
insomnios de diablos, los letargos y el alba
artesonan el techo a cinco metros del suelo.
Al salir de la alcoba del diván de los magos
en la salita de juegos
una sátira a los suicidas
velando el color de lo extraño.
Exaltado en la sala de tapizada de ocres
el arlequín con máscara de año nuevo
rapta a una palabra de honor para quedarse con ella.
Se ha detenido el pulso firme del reloj
del dorado auriga subido a su carro
llevando las bridas de bucéfalos rampantes,
sobre la chimenea a la que apagó de un frío, soplando el alabastro.
En la sala de la música las teclas del piano son todas negras
insisten nota a notas que no volvieron pájaros oscuros,
cuando te fuiste,
ni la leyenda o la rima
esperan en el terso ángulo de los biombos de marfil.
Hay una catalepsia de aire
para llorar sin saber por qué al abatirse las puertas
oliendo a cerrado.
De aquella fantasía hicieron un museo.
Llevo fiebre
arrasando la frente
el mal de una flor en la cintura.
La boca sedienta de una piedra
quema con su agreste neblina
a la entrada.