sábado, 8 de noviembre de 2014

Más allá



Llevaba más de seis meses embarcado, del Ártico al Antártico timoneando entre témpanos
como agujas góticas glaciales sobre el cielo y la ventisca.
Algunas a la deriva rondan impasibles al océano de los deshielos y caen otras abatidas en su orgullo de azul hielo por la insistencia del sol, el único dios que sonríe entre los polos. 
La tripulación del rompehielos ha decidido esa noche hacer fiesta y abrigar la barriga de vodka para desafiar a la añoranza.
Esa noche el timonel no tiene ganas de emborracharse, tampoco de tener compañía, ni de resistir a la nostalgia.
Ha parado las máquinas un momento por un impulso irresistible, desde la proa se vislumbran las constelaciones y la luna.
La nave va a la deriva entre paredes heladas.
El único calor que se escapa es el de su aliento que traza sobre el aire gélido un surco de neblina.
Fueron los crujidos los que precedieron la aparición, unos crujidos ominosos como si la nada se desmoronara.
Antes de que las luces de la nave lo alumbraran, la quilla chocó contra algo que la total oscuridad escondía, deteniendo la travesía sin rumbo por el paso del Noroeste del rompehielos.
El timonel salió de la cabina agudizó la vista y la noche se hizo más clara, entonces vio un barco que por su arboladura le pareció muy antiguo.
Fascinado dio un salto de fe de su proa abordando la otra cubierta blanca y pulida igual que un cristal opaco.
Sobre la cubierta la carga tenía rótulos con el destino de China.
La curiosidad aliada del valor le dio firmeza para no resbalar sobre el plano de crujía del barco desconocido.
Al descender por la escalerilla sintió como si el corazón fuera a parársele, la oscuridad se hizo más densa y le pidió a la luna en voz alta: Dame tus ojos.
Que extraña le sonó su voz rasgando aquel silencio y un fulgor también extraño, iluminó el comedor y la cocina, bajo la cubierta sentados o recostados sobre sus brazos, toda la tripulación congelada parecía dormir como queriendo escapar del frío.
En su camarote encontró al capitán, sentado delante de su escritorio, la pluma en la mano detenida al escribir una entrada en el registro de navegación.
En la hoja nombraba al barco como el Idus de mayo en el año de gracia de 1762.
El Idus de Mayo bloqueado por el hielo del Ártico esperaba un rescate inminente, las provisiones se habían agotado hacía días.
Las últimas palabras escritas con tinta azul exclamaban:

¿Por qué nos has abandonado?

El timonel aterido aún más por la pena o por el miedo o por ambas, volvió a la cubierta, 
saltando de nuevo a su nave en busca de sus compañeros. 
Al ver la expresión de su cara a la mayoría de ellos se les pasó de golpe la borrachera.
Le siguieron hasta la proa pero el barco había desaparecido, huido a un mar sin nombre extinguido entre la luz y el oxigeno de los fanales. 
De pronto en el mástil del rompehielos, el Fuego de San Telmo encendió ocho velas sobre la gavia con un augurio de última despedida.